CUENTOS
Esta sección esta dedicada a la publicación de todo tipo de cuentos fantásticos, históricos, indigenistas, etc.
El pirata malvado
Había una vez un barco con un pirata malvado y su tripulación. Una isla con un mapa escondido y un enorme cofre lleno de riqueza enterrado. Y el pirata más malvado que los demás quería el mapa y luego el cofre con su llave.
Un día los piratas fueron a buscar comida a la isla y cortaron una palmera llena de cocos y de repente cayó el mapa.
Luego fueron al barco y le dijeron al capitán cruel y malvado: ha caído el mapa y responde el capitán: ¿cómo que ha caído? responden: de una palmera, y luego el capitán dice: da igual, ja ja ja ja es nuestro.
Fueron a la isla y desenterraron el cofre y fueron los piratas más ricos del mundo pirata. Fin.
Marc. 9 años. Palau-Solita i Plegamans, Barcelona, España.
La princesa Lucia
Había una vez una princesa que se llamaba Lucia, vivía en un palacio con un príncipe que se llamaba Romeo, cuando la princesa fue al jardín se encontró al príncipe con una rosa para ella se la dio y dijo paseemos, los dos se agarraron de la mano y pasearon por el jardín y el príncipe se puso de rodillas y le dijo te quieres casar conmigo la princesa dijo que si y se casaron en una iglesia. Llego su abuela y todos los invitados vinieron al banquete comieron una tarta y la abuela le regalo un vestido de color rosa. Vivieron muy felices y comieron perdices fin.
María Delao.
El caracol y el rosal
Había una vez...
... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos.
El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias.
Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.
–Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?
–Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas.
Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.
–Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.
Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.
–Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?
–Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello.
–Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?
–No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa.
–Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo).
–Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?
–No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.
–¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?
–¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.
Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
–¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.
Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.
Y pasaron los años.
El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.
Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...
Piel de asno
Érase una vez un rey tan famoso, tan amado por su pueblo, tan respetado por todos sus vecinos, que de él podía decirse que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aún más por la elección que hiciera de una princesa tan bella como virtuosa; y estos felices esposos vivían en la más perfecta unión. De su casto himeneo había nacido una hija dotada de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.
La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio. Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados. Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado. Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y luises de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.
Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males el cielo permitió que la reina fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.
La desolación fue general. El rey, sensible y enamorado, a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacia encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero dioses y hadas eran invocados en vano.
La reina, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:
—Permitidme, antes de morir, que os exija una cosa; si quisierais volver a casaros…
A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las baño de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:
—No, no, dijo por fin, mi amada reina, habladme más bien de seguiros.
—El Estado, repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe, el Estado que exige sucesores ya que sólo os he dado una hija, debe apremiaros para que tengáis hijos que se os parezcan; mas os ruego, por todo el amor que me habéis tenido, no ceder a los apremios de vuestros súbditos sino hasta que encontréis una princesa más bella y mejor que yo. Quiero vuestra promesa, y entonces moriré contenta.
Es de presumir que la reina, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse. Finalmente, ella murió. Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.
Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.
Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar una princesa más hermosa y más perfecta que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.
Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que una reina fuese virtuosa y nada estéril; que el Estado exigía príncipes para su tranquilidad y paz; que, a decir verdad, la infante tenía todas las cualidades para hacer de ella una buena reina, pero era preciso elegirle a un extranjero por esposo; y que entonces, o el extranjero se la llevaba con él o bien, si reinaba con ella, sus hijos no serían considerados del mismo linaje y además, no habiendo príncipe de su dinastía, los pueblos vecinos podían provocar guerras que acarrearían la ruina del reino. El rey, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.
Efectivamente, buscó entre las princesas casaderas cuál podría convenirle. A diario le llevaban retratos atractivos; pero ninguno exhibía los encantos de la difunta reina. De este modo, no tomaba decisión alguna.
Por desgracia, empezó a encontrar que la infanta, su hija, era no solamente hermosa y bien formada, sino que sobrepasaba largamente a la reina su madre en inteligencia y agrado. Su juventud, la atrayente frescura de su hermosa piel, inflamó al rey de un modo tan violento que no pudo ocultárselo a la infanta, diciéndole que había resuelto casarse con ella pues era la única que podía desligarlo de su promesa.
La joven princesa, llena de virtud y pudor, creyó desfallecer ante esta horrible proposición. Se echó a los pies del rey su padre, y le suplicó con toda la fuerza de su alma, que no la obligara a cometer un crimen semejante.
El rey, que estaba empecinado con este descabellado proyecto, había consultado a un anciano druida, para tranquilizar la conciencia de la joven princesa. Este druida, más ambicioso que religioso, sacrificó la causa de la inocencia y la virtud al honor de ser confidente de un poderoso rey. Se insinuó con tal destreza en el espíritu del rey, le suavizó de tal manera el crimen que iba a cometer, que hasta lo persuadió de estar haciendo una obra pía al casarse con su hija.
El rey, halagado por el discurso de aquel malvado, lo abrazó y salió más empecinado que nunca con su proyecto: hizo dar órdenes a la infanta para que se preparara a obedecerle.
La joven princesa, sobrecogida de dolor, pensó en recurrir a su madrina, el hada de las Lilas. Con este objeto, partió esa misma noche en un lindo cochecito tirado por un cordero que sabía todos los caminos. Llegó a su destino con toda felicidad. El hada, que amaba a la infanta, le dijo que ya estaba enterada de lo que venía a decirle, pero que no se preocupara: nada podía pasarle si ejecutaba fielmente todo lo que le indicaría.
—Porque, mi amada niña, le dijo, sería una falta muy grave casaros con vuestro padre; pero, sin necesidad de contradecirlo, podéis evitarlo: decidle que para satisfacer un capricho que tenéis, es preciso que os regale un vestido color del tiempo. Jamás, con todo su amor y su poder podrá lograrlo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y a la mañana siguiente le dijo al rey su padre lo que el hada le había aconsejado y reiteró que no obtendrían de ella consentimiento alguno hasta tener el vestido color del tiempo.
El rey, encantado con la esperanza que ella le daba, reunió a los más famosos costureros y les encargó el vestido bajo la condición de que si no eran capaces dé realizarlo los haría ahorcar a todos.
No tuvo necesidad de llegar a ese extremo: a los dos días trajeron el tan ansiado traje. El firmamento no es de un azul más bello, cuando lo circundan nubes de oro, que este hermoso vestido al ser desplegado. La infanta se sintió toda acongojada y no sabía cómo salir del paso. El rey apremiaba la decisión. Hubo que recurrir nuevamente a la madrina quien, asombrada porque su secreto no había dado resultado, le dijo que tratara de pedir otro vestido del color de la luna.
El rey, que nada podía negarle a su hija, mandó buscar a los más diestros artesanos, y les encargó en forma tan apremiante un vestido del color de la luna, que entre ordenarlo y traerlo no mediaron ni veinticuatro horas. La infanta, más deslumbrada por este soberbio traje que por la solicitud de su padre, se afligió desmedidamente cuando estuvo con sus damas y su nodriza.
El hada de las Lilas, que todo lo sabía, vino en ayuda de la atribulada princesa y le dijo:
—O me equivoco mucho, o creo que si pedís un vestido color del sol lograremos desalentar al rey vuestro padre, pues jamás podrán llegar a confeccionar un vestido así.
La infanta estuvo de acuerdo y pidió el vestido; y el enamorado rey entregó sin pena todos los diamantes y rubíes de su corona para ayudar a esta obra maravillosa, con la orden de no economizar nada para hacer esta prenda semejante al sol: Fue así que cuando el vestido apareció, todos los que lo vieron desplegado tuvieron que cerrar los ojos, tan deslumbrante era.
¡Cómo se puso la infanta ante esta visión! Jamás se había visto algo tan hermoso y tan artísticamente trabajado. Se sintió confundida; y con el pretexto de que a la vista del traje le habían dolido los ojos, se retiró a su aposento donde el hada la esperaba, de lo más avergonzada. Fue peor aún, pues al ver el vestido color del sol, se puso roja de ira.
—¡Oh!, como último recurso, hija mía, —le dijo a la princesa, vamos a someter al indigno amor de vuestro padre a una terrible prueba. Lo creo muy empecinado con este matrimonio, que él cree tan próximo; pero pienso que quedará un poco aturdido si le hacéis el pedido que os aconsejo: la piel de ese asno que ama tan apasionadamente y que subvenciona tan generosamente todos sus gastos. Id, y no dejéis de decirle que deseáis esa piel.
La princesa, encantada de encontrar una nueva manera de eludir un matrimonio que detestaba, y pensando que su padre jamás se resignaría a sacrificar su asno, fue a verlo y le expuso su deseo de tener la piel de aquel bello animal.
Aunque extrañado por este capricho, el rey no vaciló en satisfacerlo. El pobre asno fue sacrificado y su piel galantemente llevada a la infanta quien, no viendo ya ningún otro modo de esquivar su desgracia, iba a caer en la desesperación cuando su madrina acudió.
—¿Qué hacéis, hija mía?, dijo, viendo a la princesa arrancándose los cabellos y golpeándose sus hermosas mejillas. Este es el momento más hermoso de vuestra vida. Cubríos con esta piel, salid del palacio y partid hasta donde la tierra pueda llevaros: cuando se sacrifica todo a la virtud, los dioses saben recompensarlo. ¡Partid! Yo me encargo de que todo vuestro tocador y vuestro guardarropa os sigan a todas partes; dondequiera que os detengáis, vuestro cofre conteniendo vestidos, alhajas, seguirá vuestros pasos bajo tierra; y he aquí mi varita, que os doy: al golpear con ella el suelo cuando necesitéis vuestro cofre, éste aparecerá ante vuestros ojos. Mas, apresuraos en partid, no tardéis más.
La princesa abrazó mil veces a su madrina, le rogó que no la abandonara, se revistió con la horrible piel luego de haberse refregado con hollín de la chimenea, y salió de aquel suntuoso palacio sin que nadie la reconociera.
La ausencia de la infanta causó gran revuelo. El rey, que había hecho preparar una magnífica fiesta, estaba desesperado e inconsolable. Hizo salir a mas de cien guardias y más de mil mosqueteros en busca de su hija; pero el hada, que la protegía, la hacía invisible a los más hábiles rastreos. De modo que al fin hubo que resignarse.
Mientras tanto, la princesa caminaba. Llegó lejos, muy lejos, todavía más lejos, en todas partes buscaba un trabajo. Pero, aunque por caridad le dieran de comer, la encontraban tan mugrienta qué nadie la tomaba.
Andando y andando, entró a una hermosa ciudad, a cuyas puertas había una granja; la granjera necesitaba una sirvienta para lavar la ropa de cocina, y limpiar los pavos y las pocilgas de los puercos. Esta mujer, viendo a aquella viajera tan sucia; le propuso entrar a servir a su casa, lo que la infanta aceptó con gusto, tan cansada estaba de todo lo que había caminado.
La pusieron en un rincón apartado de la cocina donde, durante los primeros días, fue el blanco de las groseras bromas de la servidumbre, así era la repugnancia que inspiraba su piel de asno.
Al fin se acostumbraron; además ella ponía tanto empeño en cumplir con sus tareas que la granjera la tomó bajo su protección. Estaba encargada de los corderos, los metía al redil cuando era preciso: llevaba a los pavos a pacer, todo con una habilidad como si nunca hubiese hecho otra cosa. Así pues, todo fructificaba bajo sus bellas manos.
Un día estaba sentada junto a una fuente de agua clara, donde deploraba a menudo su triste condición, se le ocurrió mirarse; la horrible piel de asno que constituía su peinado y su ropaje, la espantó. Avergonzada de su apariencia, se refregó hasta que se sacó toda la mugre de la cara y de las manos las que quedaron más blancas que el marfil, y su hermosa tez recuperó su frescura natural.
La alegría de verse tan bella le provocó el deseo de bañarse, lo que hizo; pero tuvo que volver a ponerse la indigna piel para volver a la granja. Felizmente, el día siguiente era de fiesta; así pues, tuvo tiempo para sacar su cofre, arreglar su apariencia, empolvar sus hermosos cabellos y ponerse su precioso traje color del tiempo. Su cuarto era tan pequeño que no se podía extender la cola de aquel magnífico vestido. La linda princesa se miraba y se admiraba a sí misma con razón, de modo que, para no aburrirse, decidió ponerse por turno todas sus hermosas tenidas los días de fiesta y los domingos, lo que hacía puntualmente. Con un arte admirable, adornaba sus cabellos mezclando flores y diamantes; a menudo suspiraba pensando que los únicos testigos de su belleza eran sus corderos y sus pavos que la amaban igual con su horrible piel de asno, que había dado origen al apodo con que la nombraban en la granja.
Un día de fiesta en que Piel de Asno se había puesto su vestido color del sol, el hijo del rey, a quien pertenecía esta granja, hizo allí un alto para descansar al volver de caza. El príncipe era joven, hermoso y apuesto; era el amor de su padre y de la reina su madre, y su pueblo lo adoraba. Ofrecieron a este príncipe una colación campestre, que él aceptó; luego se puso a recorrer los gallineros y todos los rincones.
Yendo así de un lugar a otro entró por un callejón sombrío al fondo del cual vio una puerta cerrada. Llevado por la curiosidad, puso el ojo en la cerradura. ¿pero qué le pasó al divisar a una princesa tan bella y ricamente vestida, que por su aspecto noble y modesto, él tomó por una diosa? El ímpetu del sentimiento que lo embargó en ese momento lo habría llevado a forzar la puerta, a no mediar el respeto que le inspirara esta persona maravillosa.
Tuvo que hacer un esfuerzo para regresar por ese callejón oscuro y sombrío, pero lo hizo para averiguar quién vivía en ese pequeño cuartito. Le dijeron que era una sirvienta que se llamaba Piel de Asno a causa de la piel con que se vestía; y que era tan mugrienta y sucia que nadie la miraba ni le hablaba, y que la habían tomado por lástima para que cuidara los corderos y los pavos.
El príncipe, no satisfecho con estas referencias, se dio cuenta que estas gentes rudas no sabían nada más y que era inútil hacerles más preguntas. Volvió al palacio del rey su padre, indeciblemente enamorado, teniendo constantemente ante sus ojos la imagen de esta diosa que había visto por el ojo de la cerradura. Se lamentó de no haber golpeado a la puerta, y decidió que no dejaría de hacerlo la próxima vez.
Pero la agitación de su sangre, causada por el ardor de su amor, le provocó esa misma noche una fiebre tan terrible que pronto decayó hasta el más grave extremo. La reina su madre, que tenía este único hijo, se desesperaba al ver que todos los remedios eran inútiles. En vano prometía las más suntuosas recompensas a los médicos; éstos empleaban todas sus artes, pero nada mejoraba al príncipe. Finalmente, adivinaron que un sufrimiento mortal era la causa de todo este daño; se lo dijeron a la reina quien, llena de ternura por su hijo, fue a suplicarle que contara la causa de su mal; y aunque se tratara de que le cedieran la corona, el rey su padre bajaría de su trono sin pena para hacerlo subir a él; que si deseaba a alguna princesa, aunque se estuviera en guerra con el rey su padre y hubiese justos motivos de agravio, sacrificarían todo para darle lo que deseaba; pero le suplicaba que no se dejara morir, puesto que de su vida dependía la de sus padres. La reina terminó este conmovedor discurso no sin antes derramar un torrente de lágrimas sobre el rostro de su hijo.
—Señora, le dijo por fin el príncipe, con una voz muy débil, no soy tan desnaturalizado como para desear la corona de mi padre; ¡quiera el cielo que él viva largos años y me acepte durante mucho tiempo como el más respetuoso y fiel de sus súbditos! En cuanto a las princesas que me ofrecéis; aún no he pensado en casarme; y bien sabéis que, sumiso como soy a vuestras voluntades, os obedeceré siempre, a cualquier precio.
—¡Ah!, hijo mío, repuso la reina, ningún precio es muy alto para salvarte la vida; mas, querido hijo, salva la mía y la del rey tu padre, diciéndome lo que deseas, y ten la plena seguridad que te será acordado.
—¡Pues bien!, señora, dijo él, si tengo que descubriros mi pensamiento, os obedeceré. Me sentiría un criminal si pongo en peligro dos cabezas que me son tan queridas. Sí, madre mía, deseo que Piel de Asno me haga una torta y tan pronto como esté hecha, me la traigan.
La reina, sorprendida ante este extraño nombre, preguntó quién era Piel de Asno.
—Es, señora, replicó uno de sus oficiales que por casualidad había visto a esa niña, el bicho más vil después del lobo; una negra, una mugrienta que vive en vuestra granja y que cuida vuestros pavos.
—No importa, dijo la reina, mi hijo, al volver de caza, ha probado tal vez su pastelería; es una fantasía de enfermo. En una palabra, quiero que Piel de Asno, puesto que de Piel de Asno se trata le haga ahora mismo una torta.
Corrieron a la granja y llamaron a Piel de Asno para ordenarle que hiciera con el mayor esmero una torta para el príncipe.
Algunos autores sostienen que Piel de Asno, cuando el príncipe había puesto sus ojos en la cerradura, con los suyos lo había visto; y que en seguida, mirando por su ventanuco, había mirado a aquel príncipe tan joven, tan hermoso y bien plantado que no había podido olvidar su imagen y que a menudo ese recuerdo le arrancaba suspiros.
Como sea, si Piel de Asno lo vio o había oído decir de él muchos elogios, encantada de hallar una forma para darse a conocer, se encerró en su cuartucho, se sacó su fea piel, se lavó manos y rostro, peinó sus rubios cabellos, se puso un corselete de plata brillante, una falda igual, y se puso a hacer la torta tan apetecida: usó la más pura harina, huevos y mantequilla fresca. Mientras trabajaba, ya fuera de adrede o de otra manera, un anillo que llevaba en el dedo cayó dentro de la masa y se mezcló a ella. Cuando la torta estuvo cocida, se colocó su horrible piel y fue a entregar la torta al oficial, a quien le preguntó por el príncipe; pero este hombre, sin dignarse contestar, corrió donde el príncipe a llevarle la torta.
El príncipe la arrebató de manos de aquel hombre, y se la comió con tal avidez que los médicos presentes no dejaron de pensar que este furor no era buen signo. En efecto, el príncipe casi se ahogó con el anillo que encontró en uno de los pedazos, pero se lo sacó diestramente de la boca; y el ardor con que devoraba la torta se calmó, al examinar esta fina esmeralda montada en un junquillo de oro cuyo círculo era tan estrecho que, pensó él, sólo podía caber en el más hermoso dedito del mundo.
Besó mil veces el anillo, lo puso bajo sus almohadas, y lo sacaba cada vez que sentía que nadie lo observaba. Se atormentaba imaginando cómo hacer venir a aquélla a quien este anillo le calzara; no se atrevía a creer, si llamaba a Piel de Asno que había hecho la torta, que le permitieran hacerla venir; no se atrevía tampoco a contar lo que había visto por el ojo de la cerradura temiendo ser objeto de burla y tomado por un visionario; acosado por todos estos pensamientos simultáneos, la fiebre volvió a aparecer con fuerza. Los médicos, no sabiendo ya qué hacer, declararon a la reina que el príncipe estaba enfermo de amor. La reina acudió donde su hijo acompañada del rey que se desesperaba.
—Hijo mío, hijo querido, exclamó el monarca, afligido, nómbranos a la que quieres. Juramos que te la daremos, aunque fuese la más vil de las esclavas.
Abrazándolo, la reina le reiteró la promesa del rey. El príncipe, enternecido por las lágrimas y caricias de los autores de sus días, les dijo:
—Padre y madre míos, no me propongo hacer una alianza que os disguste. Y en prueba de esta verdad, añadió, sacando la esmeralda que escondía bajo la cabecera, me casaré con aquella a quien le venga este anillo; y no parece que la que tenga este precioso dedo sea una campesina ordinaria.
El rey y la reina tomaron el anillo, lo examinaron con curiosidad, y pensaron, al igual que el príncipe, que este anillo no podía quedarle bien sino a una joven de alta alcurnia. Entonces el rey, abrazando a su hijo y rogándole que sanara, salió, hizo tocar los tambores, los pífanos y las trompetas por toda la ciudad, y anunciar por los heraldos que no tenían más que venir al palacio a probarse el anillo; y aquella a quien le cupiera justo se casaría con el heredero del trono.
Las princesas acudieron primero, luego las duquesas, las marquesas y las baronesas; pero por mucho que se hubieran afinado los dedos, ninguna pudo ponerse el anillo. Hubo que pasar a las modistillas que, con ser tan bonitas, tenían los dedos demasiado gruesos. El príncipe, que se sentía mejor, hacía él mismo probar el anillo.
Al fin les tocó el turno a las camareras, que no tuvieron mejor resultado. Ya no quedaba nadie que no hubiese ensayado infructuosamente la joya, cuando el príncipe pidió que vinieran las cocineras, las ayudantes, las cuidadoras de rebaños. Todas acudieron, pero sus dedos regordetes; cortos y enrojecidos no dejaron pasar el anillo más allá de la una.
—¿Hicieron venir a esa Piel de Asno que me hizo una torta en días pasados? dijo el príncipe.
Todos se echaron a reír y le dijeron que no, era demasiado inmunda y repulsiva.
—¡Que la traigan en el acto! dijo el rey. No se dirá que yo haya hecho una excepción.
La princesa; que había escuchado los tambores y los gritos de los heraldos, se imaginó muy bien que su anillo era lo que provocaba este alboroto. Ella amaba al príncipe y como el verdadero amor es timorato y carece de vanidad, continuamente la asaltaba el temor de que alguna dama tuviese el dedo tan menudo como el suyo. Sintió, pues, una gran alegría cuando vinieron a buscarla y golpearon a su puerta.
Desde que supo que buscaban un dedo adecuado a su anillo, no se sabe qué esperanza la había llevado a peinarse cuidadosamente y a ponerse su hermoso corselete de plata con la falda llena de adornos de encaje de plata, salpicados de esmeraldas. Tan pronto como oyó que golpeaban a su puerta y que la llamaban para presentarse ante el príncipe, se cubrió rápidamente con su piel de asno, abrió su puerta y aquellas gentes, burlándose de ella, le dijeron que el rey la llamaba para casarla con su hijo. Luego, en medio de estruendosas risotadas, la condujeron donde el príncipe quien, sorprendido él mismo por el extraño atavío de la joven, no se atrevió a creer que era la misma que había visto tan elegante y bella. Triste y confundido por haberse equivocado, le dijo:
—Sois vos la que habitáis al fondo de ese callejón oscuro, en el tercer gallinero de la granja?
—Sí, su señoría, respondió ella.
—Mostradme vuestra mano, dijo él temblando y dando un hondo suspiro.
¡Señores! ¿quién quedó asombrado? Fueron el rey y la reina, así como todos los chambelanes y los grandes de la corte, cuando de adentro de esa piel negra y sucia, se alzó una mano delicada, blanca y sonrosada, y el anillo entró sin esfuerzo en el dedito más lindo del mundo; y, mediante un leve movimiento que hizo caer la piel, la infanta apareció de una belleza tan deslumbrante que el príncipe, aunque todavía estaba débil, Se puso a sus pies y le estrechó las rodillas con un ardor que a ella la hizo enrojecer. Pero casi no se dieron cuenta pues el rey y la reina fueron a abrazar a la princesa, pidiéndole si quería casarse con su hijo.
La princesa, confundida con tantas caricias y ante el amor que le demostraba el joven príncipe, iba sin embargo a darles las gracias, cuando el techo del salón se abrió, y el hada de las Lilas, bajando en un carro hecho de ramas y de las flores de su nombre, contó, con infinita gracia, la historia de la infanta.
El rey y la reina, encantados al saber que Piel de Asno era una gran princesa, redoblaron sus muestras de afecto; pero el príncipe fue más sensible ante la virtud de la princesa, y su amor creció al saberlo. La impaciencia del príncipe por casarse con la princesa fue tanta, que a duras penas dio tiempo para los preparativos apropiados a este augusto matrimonio.
El rey y la reina, que estaban locos con su nuera, le hacían mil cariños y siempre la tenían abrazada. Ella había declarado que no podía casarse con el príncipe sin el consentimiento del rey su padre. De modo que fue el primero a quien le enviaran una invitación, sin decirle quién era la novia; el hada de las Lilas, que supervigilaba todo, como era natural, lo había exigido a causa de las consecuencias.
Vinieron reyes de todos los países; unos en silla de manos, otros en calesa, unos más distantes montados sobre elefantes, sobre tigres, sobre águilas: pero el más imponente y magnífico de los ilustres personajes fue el padre de la princesa quien, felizmente había olvidado su amor descarriado y había contraído nupcias con una viuda muy hermosa que no le había dado hijos.
La princesa corrió a su encuentro; él la reconoció en el acto y la abrazó con una gran ternura, antes que ella tuviera tiempo de echarse a sus pies. El rey y la reina le presentaron a su hijo, a quien colmó de amistad. Las bodas se celebraron con toda pompa imaginable. Los jóvenes esposos, poco sensibles a estas magnificencias, sólo tenían ojos para ellos mismos.
El rey, padre del príncipe, hizo coronar a su hijo ese mismo día y, besándole la mano, lo puso en el trono, pese a la resistencia de aquel hijo bien nacido; pero había que obedecer.
Las fiestas de esta ilustre boda duraron cerca de tres meses y el amor de los dos esposos todavía duraría si los dos no hubieran muerto cien años después.
Cuentos de los Hermanos Grimm.
Rapunzel
Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus sueños se hicieron realidad.
La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas.
Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas.
La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió.
-¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? -chilló.
Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer.
-Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca.
El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía desde abajo:
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha.
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:
-Rapunzel, tu trenza deja caer.
La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar:
-Tú eres mucho más pesada que el príncipe.
-¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha.
Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa.
-Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más!
Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego.
¿Cómo buscaría ahora a Rapunzel?
Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón.
Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel.
Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió:
¡El príncipe recuperó la vista!
El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.
Cuentos de los hermanos Grimm.
Enigma
El gran mago planteó esta cuestión:
-¿Cuál es, de todas las cosas del mundo, la más larga y la más corta, la más rápida y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la más abandonada y la más añorada, sin la cual nada se puede hacer, devora todo lo que es pequeño y vivifica todo lo que es grande?
Le tocaba hablar a Itobad. Contestó que un hombre como él no entendía nada de enigmas y que era suficiente con haber vencido a golpe de lanza. Unos dijeron que la solución del enigma era la fortuna, otros la tierra, otros la luz. Zadig consideró que era el tiempo.
-Nada es más largo, agregó, ya que es la medida de la eternidad; nada es más breve ya que nunca alcanza para dar fin a nuestros proyectos; nada es más lento para el que espera; nada es más rápido para el que goza. Se extiende hasta lo infinito, y hasta lo infinito se subdivide; todos los hombres le descuidan y lamentan su pérdida; nada se hace sin él; hace olvidar todo lo que es indigno de la posteridad, e inmortaliza las grandes cosas.
Voltaire.
Instrucciones para llorar
Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Julio Cortázar.
El perro callejero
En uno de los momentos de desesperación que me sobrevinieron tras la muerte de mí marido, decidí ir al teatro con la esperanza de animarme un poco. Yo vivía en el East Village y el teatro estaba en la calle Treinta y cuatro. Decidí ir andando. No habían pasado ni cinco minutos cuando un gozque callejero empezó a seguirme. Hacía todas las cosas que un perro suele hacer con su amo, se alejaba a explorar para luego regresar corriendo en busca de su compañero. Aquel animal atrajo mi atención y me incliné para acariciarlo, pero se alejó corriendo. Otros peatones también se fijaron en el perro y lo llamaban para que se acercase, pero él no les hacía ningún caso.
Compré un helado y ofrecí al perro un poco, pero aquello tampoco sirvió para que se acercase. Cuando estaba llegando al teatro me pregunté qué pasaría con el perro. Justo cuando estaba a punto de entrar, se acercó por fin a mí y me miró directamente a la cara. Y me encontré mirando a los compasivos ojos de mi marido.
Edith Marks.
Caperucita Roja
Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo: “Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tu abuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.”
“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. “Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.” - “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?” - “A casa de mi abuelita.” - “¿Y qué llevas en esa canasta?” - “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.” - “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?” - “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito - y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.”
Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó la abuelita. “Caperucita Roja,” contestó el lobo. “Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.” - “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.” El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. “¡!Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.” - “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.” - “Son para verte mejor, querida.” - “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.” - “Para abrazarte mejor.” - “Y qué boca tan grande que tienes.” - “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. “¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!” Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: “¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!”, y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quizo correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
Cuentos de los hermanos Grimm.
La luz es como el agua
En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.
-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En cambio aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego. Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine. Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas, tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-, pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.
Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas, y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada, porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel , la gente que pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado, todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron maestros en la ciencia de navegar en la luz.
Gabriel García Márquez
La raíz del rosal
Bajo la tierra como sobre ella hay una vida, un conjunto de seres que trabajan y luchan, que aman y odian.
Viven allí los gusanos más oscuros, y son como cordones negros las raíces de las plantas, y los hilos de agua subterráneos, prolongados como un lino palpitador.
Dicen que hay otros aún: los gnomos, no más altos que una vara de nardo, barbudos y regocijados.
He aquí lo que hablaron cierto día, al encontrarse, un hilo de agua y una raíz de rosas:
-Vecina raíz, nunca vieron mis ojos nada tan feo como tú. Cualquiera diría que un mono plantó su larga cola en la tierra y se fue dejándola. Parece que quisiste ser una lombriz, pero no alcanzaste su movimiento en curvas graciosas, y sólo le has aprendido a beberme mi leche azul. Cuando paso tocándote, me la reduces a la mitad. Feísima, dime, ¿qué haces con ella?
Y la raíz humilde respondió:
-Verdad, hermano hilo de agua, que debo aparecer ingrata a tus ojos. El contacto largo con la tierra me ha hecho parda, y la labor excesiva me ha deformado, como deforma los brazos al obrero. También yo soy una obrera; trabajo para la bella prolongación de mi cuerpo que mira al sol. Es a ella a quien envío la leche azul que te bebo; para mantenerla fresca, cuando tú te apartas, voy a buscar los jugos vitales lejos. Hermano hilo de agua, sacarás cualquier día tus platas al sol. Busca entonces la criatura de belleza que soy bajo la luz.
El hilo de agua, incrédulo pero prudente, calló, resignado a la espera.
Cuando su cuerpo palpitador ya más crecido salió a la luz, su primer cuidado fue buscar aquella prolongación de que la raíz hablara.
Y, ¡oh Dios!, lo que sus ojos vieron.
Primavera reinaba espléndida, y en el sitio mismo en que la raíz se hundía, una forma rosada, graciosa engalanaba la tierra.
Se fatigaban las ramas con una carga de cabecitas rosadas, que hacían el aire aromoso y lleno de secreto encanto.
Y el arroyo se fue, meditando por la pradera en flor:
-¡Oh, Dios! ¡Cómo lo que abajo era hilacha áspera y parda, se torna arriba seda rosada! ¡Oh, Dios!, ¡cómo hay fealdades que son prolongaciones de belleza...!
Gabriela Mistral.
El descubridor del mar del sur
A sus oídos llegó un rumor como el que levantaría una poderosa conversación de pájaros. Luego percibió un resplandor azul detrás del cerro.
Vasco Núñez de Balboa detuvo la marcha de su tropa. Desmontó y lentamente levantó la cabeza en dirección de la cima erizada de arbustos espinosos. Desde allí tendría la fortuna de ver las aguas del nuevo mar. El sería el primero en vislumbrarlo y reclamaría la gloria de su descubrimiento.
Ese sueño había estado navegando tercamente en su ánima desde el día en que un indio le habló de un océano tan grande como el mundo, que estaba en algún lejano lugar del occidente, detrás de las montañas.
Vasco Núñez, ante esa noticia, sintió en su corazón de tahúr que un as de oros había llegado a su mano y se dispuso a jugarlo de la mejor manera posible, con el fin de ganarle esa partida al destino.
El juego había sido largo, sangriento y azaroso. En una ocasión, una india con figura de sota de copas estuvo a punto de matarlo al ofrecerle una vasija con licor emponzoñado, y no podía olvidar el abrazo de la gigantesca boa que, como un sinuoso as de bastos, intentó estrangularlo.
– ¿Lo acompaño? – preguntó con ansiedad el clérigo Andrés de Vera.
– No. Todos ustedes esperan en este lugar. Me pertenece el derecho de que mis ojos sean los primeros en ver el mar del Sur y descubrirlo.
El perro Leoncico lanzó un gruñido sordo y Vasco Núñez de Balboa sonrió al comprobar que su bestia lo estaba respal-dando.
El enorme animal se colocó frente a la tropa y se echó en el suelo. Leoncico era uno de los más despiadados combatientes españoles. Un escribano puntilloso que los acompañaba y que tenía la manía de contabilizarlo todo, ya había perdido la cuenta de los indios caídos bajo sus dentelladas. El animal crecía todos los días en astucia y en fiereza. Sus dientes habían adquirido un ominoso color rojo. Sus fauces abiertas mostraban dos amenazantes hileras de rubíes afilados.
– Cristóbal Colón descubrió una nueva tierra. Yo voy a descubrir un nuevo mar. Ojalá un hijo mío descubra un nuevo cielo – dijo Núñez de Balboa al emprender el ascenso.
Los miembros de su tropa permanecieron inmóviles. El viento sopló con fuerza y trajo agridulces perfumes de la selva.
– Huele a mujer pichona – susurró un soldado.
– Huele a presentimientos – musitó otro.
– No. Lo que olfateamos es el rico sudor del oro – dijo el clérigo.
Andrés de Vera, alto y flaco, tenía la sotana arremangada y sujeta a la cintura con un bejuco de agua. Completaba su atuendo un casco de fierro, botas altas y un gran crucifijo de acero que pendía de su cadera como una espada. Cayó de rodillas y cuando los demás lo imitaron, comenzó a rezar en voz alta. Fervorosamente sostenía en sus manos un rosario hecho con pepas de oro, perlas, y zafiros blancos.
Sobre el horizonte surgió una bandada de aves. Daba la impresión de que no volaba sino que caminaba sobre el aire con sus anchas patas en forma de platos. Los pájaros se alejaron prontamente caminando sobre los altos cielos de la selva.
Núñez de Balboa apuró el ritmo de su trepada. Todas sus pasadas fatigas se transmutaron en un ansia acezante que le llenaba la boca con un sabor a frutas de polvo. Se le dulcificaron también los recuerdos de los pantanos, los insectos, las víboras y los bosques tan altos y tupidos que caminar por ellos era hacerlo a través de una noche oscura. En esas ocasiones los indios guías repartían ramas de árboles fosforescentes que los hombres se colocaban a manera de lámparas en el pecho. Al marchar cortando la noche tenebrosa de esas selvas apretadas, parecía que cada hombre había cazado una estrella. Rememoró de manera lejana los combates en los que los indios habían caído bajo el fuego de los arcabuces, el filo de los aceros y la ferocidad de los perros. Sin poderlo evitar, le llegó, también, el retrato memorioso de la hermosa india Mincha.
Vasco Núñez de Balboa estaba muy cerca de la cima del cerro y su cuerpo se sacudió con una alegría y una exaltación nunca antes experimentadas. El legendario y maravilloso mar del Sur estaba, por fin, a su alcance. Nada ni nadie le quitaría la gracia de ser la primera criatura venida del viejo mundo que lo acercaría por primera vez a los ojos.
Se detuvo un instante y vislumbró a sus hombres, que inmóviles, lo esperaban abajo, al pie de la colina.
De repente, una sombra pasó por su lado. El perro Leoncico, como una exhalación, llegó a la cima y contempló la inacabable llanura de agua del nuevo mar. Miró a su amo de manera desdeñosa y aulló largamente. Abajo, la tropa se estremeció porque por primera vez había oído el esotérico canto de los perros.
Vasco Núñez de Balboa, presa la ira, la frustración y los celos, desenvainó su espada para darle un golpe, pero lo detuvo el hecho de pensar que no podía matar impunemente al verdadero descubridor del mar del Sur.
Jairo Aníbal Niño.
El amor y la locura
Cuentan que una vez se reunieron todos los Sentimientos y Cualidades de los hombres en un lugar de la tierra. Cuando el Aburrimiento había bostezado por tercera vez, la Locura, como siempre tan loca, les propuso. “Vamos a jugar a las escondidas!” La Intriga levanto la ceja intrigada y la Curiosidad sin poder contenerse preguntó: ¿”A las escondidas”?, y ¿Como es eso? “Es un juego” - explicó la Locura–, en el que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón mientras ustedes se esconden, y cuando yo haya terminado de contar, al primero de ustedes que encuentre ocupara mi lugar para continuar el juego.
El Entusiasmo bailo secundado por la Euforia, la Alegría dio tantos saltos que terminó por convencer a la Duda, e incluso a la Apatía, a la que nunca le interesaba nada.
Pero no todos quisieron participar: La Verdad prefirió no esconderse. ¿Para que? si al final la hallaban. La Soberbia opinó: que era un juego muy tonto (en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido de ella) y la Cobardía prefirió no arriesgarse. —-Uno, dos, tres, cuatro,… comenzó a contar la Locura...
La primera en esconderse fue la Pereza, que como siempre se dejo caer tras la primera piedra en el camino. La Fe subió al cielo y la Envidia se escondió tras la sombra del Triunfo, que, con su propio esfuerzo había logrado subir a la copa del árbol más alto. La Generosidad casi no alcanzaba a esconderse, pues cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos: — ¿Que si era un lago cristalino? ideal para la Belleza. — ¿Que si la rendija de un árbol? perfecto para la Timidez. — ¿Que si el vuelo da la mariposa? Lo mejor para la Voluptuosidad. — ¿Que si una ráfaga de Viento? magnifico para la Libertad. …
Así terminó por ocultarse en un rayito de Sol. El Egoísmo en cambio encontró un sitio muy bueno desde el principio. Ventilado, Cómodo, pero solo para el. La Mentira se escondió en el fondo de los océanos (mentira, en realidad se escondió detrás del arco iris) y la Pasión y el Deseo en el centro de los volcanes. El Olvido no recuerdo donde se escondió, pero eso no es lo importante.
Cuando la Locura estaba por el 999,999, el Amor aun no había encontrado sitio para esconderse, pues todo se encontraba ocupado hasta que divisó una rosa y, enternecido, decidió esconderse entre sus flores.
— Un millón, contó la Locura y comenzó a buscar. La primera en aparecer fue la Pereza solo a tres pasos de una piedra. Después se escucho a la Fe discutiendo con Dios sobre zoología. Sintió vibrar a la Pasión y el Deseo en los volcanes. En un descuido encontró a la Envidia y, claro pudo deducir donde estaba el Triunfo. Al Egoísmo no tuvo ni que buscarlo. El sólito salió disparado de su escondite que había resultado ser un nido de avispas. De tanto caminar, sintió sed y al acercarse al lago descubrió a la Belleza. Con la Duda resulto ser mas fácil todavía, pues la encontró sentada sobre una cerca sin decidir aun de que lado esconderse. Así fue encontrando a todos. Al Talento entre la hierba fresca, a la Angustia en una oscura cueva, a la Mentira detrás del arco iris… (Mentira, estaba en el fondo del océano) y hasta al Olvido, a quien ya se le había olvidado que estaba jugando a las escondidas.
Solo el Amor no aparecía por ningún sitio. La Locura busco detrás de cada árbol, bajo cada arroyuelo del planeta y en la cima de las montañas. Cuando estaba a punto de darse por vencida, divisó un rosal. Tomo una horquilla y comenzó a mover las ramas, cuando de pronto, se escucho un doloroso grito. Las espinas habían herido al Amor en los ojos. La Locura no sabia que hacer para disculparse. Lloro, Rogó, Imploró, Pidió perdón y hasta prometió ser su lazarillo.
Eduardo Galeano.
Pedro y el árbol mágico
Hace muchos años, tantos que algunos dicen que todo era en blanco y negro, una familia vivía en un pequeño pueblo de la sierra, eran tan pobres que alguna vez que otra se tuvieron que comer sus mocos como almuerzo. Esta familia la componían el padre, la madre y el pequeño Pedro que contaba la edad de ocho años, aunque por su corpulencia cualquiera habría firmado un par de años más. Un frío día de invierno el padre se encontraba enfermo y la madre atareada con su trabajo de costurera, así que le pidió a Pedro que saliera a cortar leña para calentar la casa, el pequeño cogió el hacha de su padre y se adentró en el bosque de encinas que rodeaba el pueblo, tras un largo rato caminando se detuvo delante de una encina descomunal, tan grande que para rodearla con los brazos se necesitarían al menos tres personas, tenía una copa enorme y sus ramas, grandes y pesadas, casi rozaban el suelo, algunos contaban que podía tener quinientos años.
Pedro, que era algo bruto, levantó el hacha y ¡ zas !, dio un hachazo a su tronco.
- ¡ Ayy ! - se escuchó -
Pedro se detuvo sorprendido y comenzó a mirar detrás de los arbustos y de las rocas buscando a alguien que se hubiera caído y hecho daño pero no halló a nadie.
Volvió a levantar el hacha y ¡ zas !, dio otro hachazo con todas sus ganas...
- ¡ Ayy ! - otra vez se oyó el lamento -
- Pero quién anda por ahí, que salga o me voy a enfadar - dijo Pedro en un tono algo asustadizo -
- ¡ Soy yo ! - dijo una voz grave -
- ¿ Quién ? - preguntó Pedro -
- Quién va a ser, el árbol.
- ¡ Mentira, los árboles no hablan, eso lo sabe todo el mundo !
- Aquí no hay nadie más, así que está claro que el que habla soy yo, no soy un árbol normal, soy mágico y te aviso que no sigas cortándome o me enfadaré.
Pedro que era muy tozudo no le hizo caso, así que volvió a levantar el hacha para darle otro golpe, en ese momento dos ramas bajaron hasta él y lo atraparon subiéndole hasta lo más alto del árbol.
- ¡ Suéltame tonto, suéltame ! - gritaba pedro -
- Te soltaré si me prometes que no seguirás talándome - le aseveró el árbol mágico -
- ¡ Me da igual lo que me digas, te seguiré cortando ! - respondió Pedro lleno de ira -
En ese momento una rama bajó hasta la cabeza de Pedro, de ella colgaba una bellota dorada y levemente le rozo el cabello. Pedro se reía porque nada le pasaba pero su risa se convirtió en llanto cuando observó como sus pies se convertían en ramas, luego sus rodillas, la cintura, su pecho y cuando ya quiso arrepentirse nada pudo decir, todo él se había convertido en rama.
Hacía varias horas que nada se sabía de Pedro, su madre, muy desconsolada, salió a buscarle junto con los vecinos del pueblo, pero parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Dio la casualidad que su madre pasó bajo el árbol y una gota cayó en su cara, miró al cielo y vio que estaba azul pero su cara se llenó de sorpresa cuando observó una rama que era igual que su hijo perdido, la rama estaba llorando. El árbol mágico se sintió fatal por hacer sufrir a esa madre y por haber impuesto un castigo desmesurado al pequeño Pedro, así que volvió a tocarlo con su bellota dorada y al instante Pedro se convirtió en niño.
Pedro le prometió que jamás volvería a cortar ninguna encina y acercándose la abrazó, entonces la encina le susurró al oído.
- Pedro, podrías hacerme un favor, igual que tu te cortas el pelo cuando lo tienes largo, yo necesito que una vez al año, cuando llegue el frío, alguien corte algunas de mis ramas, las más viejas y pesadas para que yo siga viviendo quinientos años más. ¿ lo harás ?
Pedro asintió con la cabeza, desde entonces no faltó a su cita con la encina mágica y a todos explicó que las encinas no se pueden talar pero si podar.
Nota del autor : Es un cuento que creé para concienciar a los niños sobre la tala de árboles de crecimiento lento, como la encina, lo cuento prácticamente todos los días y a los niños les encanta, no quería dejar de compartirlo con vosotros.
Luís Barrasa Martínez.
La princesa balbuceante
La princesa balbuceante se negaba a hablar correctamente como corresponde a una niña bien, se empeñaba en balbucir: bla-va-ble-ve-ble-vi-blo-vo-blu-vu y así nada de lo que decía podía entenderse.
La mucama entró a asear la habitación y no la vio, pensó que no estaba ahí. Cuando escuchó ruidos extraños bajo la cama imagino un monstruo, grito por algunos segundos, pensándolo mejor y armada con su escoba comenzó a golpear bajo la cama pero lo único que pudo hacer salir fue la princesa balbuceante que se negaba a hablar correctamente como corresponde a una niña bien, se empeñaba en balbucir: bra-vla-bre-vle-bre-vle-bro-vlo-bru-vlu…
Diana Amador.
El hombre que quiso entrar en un espejo y no pudo
Después de levantarse, creyendo que aún estaba soñando, cepillarse los dientes meticulosamente, hacer gárgaras con astringente en el lavabo y ducharse levemente como era su costumbre todas las mañanas, Emilio se detuvo despacio al escuchar el tictactitac de su antiguo reloj de mesa frente al espejo colocado en la coqueta de su pequeño dormitorio de soltero. Allí se miraba una y otra vez el rostro larguirucho, buscando alguna diferencia entre la imagen que proyectaba en el espejo y el rostro mismo que miraba al otro rostro fuera del espejo. Por esa razón, se acarició la boca, las cejas, los ojos y la nariz bombolona de su herencia africana. Observó y contó sus dientes y no le faltaron y cada uno de los órganos exteriores de su cara y comprobó que eran similares a los que se veían en el espejo.
Al extender frente al espejo sus extremidades, especialmente sus brazos, y bostezar con aguda pereza, de pronto lo atrajo el recuerdo lejano de la Historia del Mago de Persa que leyó en su niñez y en la cual el Mago Ibrajim penetraba, desaparecía y salía de un espejo como por arte de magia con suma facilidad.
Contaba el libro que leyó en la escuela cuando a penas tenía siete años, que en el mundo del espejo todas las cosas tenían su par como dos gemelos, pero al revés.
Desde el día en que leyó esa historia, Emilio quedó completamente fascinado, y desde entonces tuvo la intensión de penetrar un espejo para conocer ese mundo maravilloso que vivía en su interior, y que según el Mago Ibrajim, existía fantásticamente bañado de luces; fue así que Emilio decidió esa mañana penetrar las paredes del espejo de su coqueta y nadar sobre ella como pez en el mar.
Antes de convertir su idea en realidad, Emilio avanzó con decisión sin proponérselo hacia el centro del espejo, donde se proyectaba su imagen; se detuvo unos breves instantes antes de intentar penetrarlo, lo tanteó con la palma de la mano y lo golpeó con los nudillos de sus dedos, hasta que finalmente trató de introducir primero su cabeza encanecida y posteriormente el resto de su cuerpo y aunque no pudo hacerlo, se le veía fascinado y deslumbrado por toda la fantasía que percibía en la gran aventura de su vida que iniciaba en esos momentos.
El espejo estaba bien cuidado, por lo tanto, lucía reluciente y transparente; densamente claro, de una claridad mortal que a todos asombraba.
A pesar de la claridad que lucía el espejo, y que contrastaba con la pobre luz exterior que lo rodeaba, Emilio quiso tener más luz para seguir avanzando con los ojos cerrados, porque ahora sus pasos serían muchos pasos, muchos e infinitos pasos en el mismo lugar que ni él mismo los sentía de tanto pensar en el mundo que lo esperaba.
Cada vez que avanzaba y se acercaba pulgada a pulgada al espejo, retrocedía, mientras el aire se le hundía por la nariz y el olor a plata y aluminio de los espejos lo anestesiaba y lo hacía feliz, le inmovilizaba el pelo lacio que le caía en espiral en forma de melena hasta las cejas, golpeándole el lóbulo de las dos orejas.
Aparentemente sus pasos parecían pasos meticulosamente estudiados, fríamente calculados.
Pensaba que alguna vez en su vida había vivido este momento y que había estado alguna vez en algún lugar parecido al remoto y extraño mundo de vidrio, plata y aluminio que soñaba. No recuerda bien si le tocó vivir en otra ocasión, en otra vida, o si fue un sueño largo, o fue el efecto de la lectura de la Historia del Mago de Persa que todavía estaba colocado en el anaquel de libros de su padre, pero no sabía a dónde y eso lo aturdía y confundía. Eso sí, sentía que estuvo en el raro mundo del espejo o en un lugar parecido, tal vez lo sentía por el olor seco del vidrio de los espejos, la brisa congelada de sus espacios transparentes, las paredes frías del extenso mar de aguas cristalinas que lo bañaba, la vida al revés o al derecho y la eterna mansedumbre que sentía más allá de sus sentidos.
Aunque seguía caminando a paso de tortuga hacia el espejo, fascinado, recostado a veces de tumbo en tumbo en sus paredes, buscando a tienta una puerta por donde entrar a ese mundo, ya que hacía varias horas que estaba intentando penetrarlo a cómo de lugar, aunque en su conciencia somnolienta había perdido la noción del tiempo y del espacio. No sabía si estaba allí en ese lugar de su habitación o dentro del espejo, no sabía tampoco su duración, si meses, si años, pero caminaba al fin y al cabo en zigzag, como pudo hacia su objetivo, que era lo que más importaba. Avanzaba mudo con la ropa de cama pegada al pellejo, hasta caer por fin desplomado en el mismo lugar de su habitación donde había empezado absurdamente su aventura, sin lograr repetir la Historia del Mago de Persa que leyó en su niñez.
Fernando Fernández Duval.
Las mariposas
Hace algún tiempo existía un lugar maravilloso, donde todo era limpio, verde, lleno de flores, árboles y un sol calido y en este lugar vivían que Mariposas, hermosas con cientos de colores, nunca había visto tantos colores juntos y en combinaciones infinitas el mismo sol provocaba a veces que las mariposas parecieran de oro, y otras de plata, igual cuando la lluvia caía para humedecer la tierra y dar de beber a las mariposas.
Había vida, las mariposas eran fuertes compartían y circulaban libremente, se ayudaban las unas a las otras se amaban y eran felices, no envidiaban los demás pueblos, no temían por los ladrones y tenían una gran reina amorosa, quien procuraba siempre por su pueblo y sus semejantes.
Hasta que cierto día las mariposas comenzaron a sentirse fatigadas y comenzaron a perder su colorido y su hermoso brillo, el cielo se volvió gris y esto no mejoraba al paso del tiempo, si no que lo hacia cada vez mas inquietante este alarmante cambio, entonces la reina de las Mariposas hablo con toda la comarca y solicito ayuda para encontrar la cura a esta enfermedad que las acosaba y que terminaría por exterminarlas, lo mismo que a su mundo encantado.
Así que una joven oruga decidió ser voluntaria para partir a otros mundos y encontrar la cura para salvar a su reino, la reina al ver su actitud de valentía y fortaleza, aunque era tan joven, decidió tomarle la palabra, y al mismo tiempo 100 mariposas jóvenes decidieron unirse a la gran búsqueda.
Entonces la reina dirigió a ellas la encomienda:
Queridas hermanas el momento ha llegado, la paz del mundo se ha agotado, las lagrimas de alegría han partido y solo nos han quedado las tempestades por eso las tierras se han vuelto infértiles, el sol ya no brilla pues las sonrisas no se han visto en mucho tiempo, la valentía y fortaleza están agotadas, la lealtad ha sido vencida por la cobardía, los anhelos y sueños empiezan a esfumarse entre la neblina de la derrota, la bondad no encontró aliados y ha terminado por comenzar a rendirse, las mariposas temen ser madres por el temor de perder a sus hijos y del futuro que les podría tocar. La humildad ha sido abatida por el orgullo, la cortesía, no recuerdo desde hace cuanto que ha partido, y su lugar lo ha tomado la ironía,. La prepotencia ha comenzado a poblar los pueblos llenándolos de falsas riquezas y falsos amigos, tememos por nuestro futuro. Los líderes ya no existen, han desaparecido y en su lugar han quedado la soberbia..
Queridas Mariposas, quedamos nosotras y nuestra misión será probar que aun queda algo de lo que buscamos, su misión será buscar un líder, necesitamos el valor, la humildad, la sonrisa, las lagrimas, la lealtad y todo eso que ha sido vencido, no tendrán una tarea fácil tal vez muchas de ustedes mueran en la búsqueda, otras tal vez desistan, realmente no se si lo lograran o si las volveré a ver, pero tengo la esperanza y esa no la perderé, de que alguna de ustedes regrese, mi bendición y mi corazón esta con ustedes.
Y así cada una de ellas comenzó su camino para lograr encontrar algo de lo añorado, algunas se encantaron con falsas bondades y cayeron presas por ellas, otras se perdieron con la tentación, otras murieron de la decepción, y una que otra se dejo corromper por la avaricia y vencer por la cobardía.
Finalmente solo quedaba la oruga que a su paso pequeño, no lograba avanzar mucho, pero en su corto camino solo veía dolor, avaricia, miedo, derrota y soberbia.
Después de días y tomado pequeños descansos para dejar su vieja piel y sus viejas creencias así como sus decepciones y sus miedos y dejándose llevar por sus anhelos, continúo su camino. Hasta que cansada de no encontrar una sola pista y protegida por el poco follaje de un árbol y al abrigo de un arbusto florido se dio cuenta que estaba comenzando a sentir pena, a tener miedo y ha dejar de sonreír por lo que comenzó su proceso de descanso y transformación propio de una mariposa, se encerró en su capullo y durmió, por tres largos días para poder pasar a su nueva etapa.
Al paso de tres días y habiendo sobrevivido a las tormentas, la crisálida se abrió y salio una hermosa mariposa, ella misma estaba sorprendida había visto a su madres, hermanas y amigos, pero hasta ese momento se dio cuenta de lo maravilloso que era tener alas y del regalo que tenia, “vida” podría entonces continuar su misión, y así lo hizo, continuo, voló y voló, emigro al norte, emigro al sur cruzando océanos, visitando países y lugares inimaginables, y no encontraba ni un vestigio de nada de lo que buscaba, pregunto a varios seres vivos y muchos ni sabían que era lo que buscaba, nunca habían escuchado hablar de las virtudes ni de los valores, así que comenzó nuevamente a sentirse triste, a tener miedo ha sentirse derrotada y a comenzar a perder a sus esperanzas, además que el tiempo se agotaba, la vida comenzaba a partir, así que solo tenia algunas horas mas antes de su ultima transformación para dejar la vida.
Y cansada se detuvo en una ventana entreabierta de una vieja casa en el campo de piedra perdida entre matorrales y lejos de cualquier civilización.
Entonces el llanto vino a ella ya que la derrota estaba en sus pies, y en ese instante de pronto escucho una vocecita pequeñita que le preguntaba:
- ¿porque lloras?
- lloro, porque he sido vencida, no logre mi misión, he fracasado ya todo esta perdido y mi mundo esta por desaparecer los colores ya no existen. No volveré a ver a mi familia, no podré regresar a mi pueblo, pues la vergüenza y la derrota me acompañaran.
- No llores linda mariposa, yo te voy a ayudar, no llores juntos venceremos y lucharemos
- Pero si eres solo un hermoso niño, ¿Cómo podrás ayudarme?
- No lo se, respondió el niño, solo se que podremos jugar juntos, que tengo muchas historias que contarte, que podremos luchar contra los malos, que tengo un ejercito de amigos que podrán ayudarnos.
- Y ¿Dónde esta ese ejercito?
- No lo se, solo se que cada día aparece, cuando jugamos, ¿sabes? recorremos países, cantamos bailamos nos reímos mucho a veces lloramos de risa, y siempre estamos seguros de que siempre estaremos juntos y de que inventaremos algo..
La Mariposa escuchaba atenta hablar al pequeño mientras cada vez se sentía mas cansada del viaje, entonces el niño al darse cuenta le dio de beber y algo de alimento, la tomo con su pequeña manita y la recostó en su cama, la lleno de besos y caricias, y le prometió que la cuidaría mientras ella continuaba su misión.
La mariposa descanso un poco y al recuperar el aliento y sentirse un poco mejor se dio cuenta que no había fracasado, ¡que había encontrado lo que buscaba! ¡Había triunfado!
No solo había encontrado la ternura, la compasión, la humildad, la valentía, la amistad, la esperanza, la imaginación, el amor, la bondad, y a un líder, así que al darse cuenta comenzó a llorar de alegría, lo tomo entre sus brazos y los beso. Mi mundo se ha salvad.
Ella encontró lo que buscaba escondido en aquel niño, se guardaban en la pureza de aquel niño las maravillosas virtudes y valores, las cuales al verse despreciadas y vencidas por el mundo se refugiaron en tan noble inocencia.
Así que la mariposa feliz de su logro partió a su transformación dejando la vida y multiplicándola para su nuevo guerrero, pues antes de partir le dejo una misión, tendrás que prometerme que siempre guardaras y protegerás a las virtudes y valores las guardaras como lo has hecho hasta ahora, y siempre que haya alguien que quiera acabar con ellas tu serás un gran líder y podrás dirigirlas,.
Además tendrás la encomienda de contar mi historia a cuanto niño y adulto encuentres y a su vez les pedirás contar a su vez esta historia a sus hijos, amigos y conocidos, así que nunca lo olvides.
El niño creció y nunca olvido su misión, pobló naciones, de amigos, amor, confianza y vida.
Diana Arriaga.
La muñeca asesina
Ana apretaba la mano de Gerardo mientras sentía que la vida se le iba lentamente. Sus inmensos ojos verdes estaban llenos de lágrimas, su mayor preocupación era su hija Sasha, que quedaría desamparada cuando ella ya no estuviera en el mundo.
-Prometeme que la cuidaras como si fuera tu propia hija- le dijo entre sollozos- Perdoname Gerardo, se que debí haberte correspondido pero nunca pude verte como más que un hermano..
Gerardo seco sus lágrimas y le dijo.
-Te juro que cuidare a tu hija como mía propia, te lo juro por mi vida.
En ese instante entro el doctor a ponerle la inyección que le ayudaría a soportar el dolor tan horrendo que sentía. Después de inyectarla, Ana se quedo dormida y Gerardo salió de su habitación.
La pequeña Sasha jugaba con su perrito Max ajena a lo que estaba pasando a su alrededor. Gerardo se sentó en silencio con las manos cubriéndole el rostro para poder llorar. Ana, la mujer que más amaba, se le iba y nunca más la volveria a ver.
-Ayúdame Dios mío-suplico- Haz un milagro, su hija la necesita...
Pero el milagro no podía suceder, en ese instante, el medico lo llamo para decirle que Ana acababa de morir.
Después de la muerte de Ana fue algo difícil para Gerardo obtener la custodia de la niña, pero Emilio, el padre de la niña, un ser ambicioso sin escrúpulos se la entrego por una fuerte suma de dinero. Pronto Gerardo tuvo a Sasha en su custodia y tal como le prometió a su amada la cuido como un verdadero padre.
Sasha iba creciendo convirtiéndose en una niña muy linda igual que su mamá.
Cuando la niña tenía 8 años de edad, Gerardo decidió que era hora de casarse, quería que la niña tuviera una figura materna, una persona que la quisiera como a su propia hija. Fue así que decidió casarse con Mariela, su secretaria, pensando que ella seria la madre perfecta para su adorada hijita.
Mariela era una mujer ambiciosa y cruel, odiaba a la niña porque sabia del amor que Geraldo sentía por Ana, y veia en la niña un extraordinario parecido con su madre, por eso la odiaba sin compasión. Delante de Gerardo la trataba con dulzura maternal, pero cuando el se iba a su negocio, Mariela aprovechaba para tratar a la niña como una sirvienta, obligándola a hacer toda clase de trabajo pesado, humillándola, golpeandola y muchas veces hasta la dejaba sin comer. La niña le tenía terror y por miedo callaba los malos tratos de su vil madrastra.
Una tarde, Gerardo se le presento un negocio muy importante en el Medio Oriente, donde unos árabes querían comenzar a ayudarlo a expander su negocio por muchos países. Gerardo tenía que viajar y estar allí por espacio de 5 días.
Con profundo pesar Gerardo se lo dijo a su esposa. Mariela vio que esa era la oportunidad indicada para desahacerse de una vez por todas de la niña, lo insto a que viajara solo. Geraldo se despidió de Sasha y le prometió que a su regreso le traería un lindo regalo.
La niña se quedo llorando al verlo partir, como si presintiera que aquella era la última vez que lo vería. En efecto, una vez que Gerardo se marcho, su malvada madrastra comenzó su malévolo plan. Obligo a la niña a salir desnuda a la nieve y allí la dejo morir de frio. En pocas horas la niña murió, Mariela coloco su cuerpo en un saco y lo enterró en el patio de la casa. Estaba feliz, cuando su esposo llegara le diría que la niña había sido secuestrada e inventaría una serie de cosas para que este creyera que así había sido. Acostumbrada a mentir sin problemas Mariela sabía que nunca se podía descubrir su horrendo crimen.
Lejos de allí en el Medio Oriente Gerardo cerraba un gran negocio y ya estaba listo para volver a casa.
La noche antes de partir recordó que le había prometido a su hija un regalo de allí. Con prisa se vistió y salió a caminar en busca del regalo perfecto.
Camino por un lugar donde estaban los mercaderes vendiendo diferentes cosas, había de todo, joyas, ropa, juguetes, telas, etc...Gerardo caminaba en silencio entre la multitud sin saber a ciencia cierta que era lo que quería comprar. De repente, sus ojos se posaron en aquella tienda del mercader y su corazón comenzó a latir de prisa. No podía ser cierto lo que estaba viendo, allí en aquella tienda había un maniquí, idéntico a su difunta amada Ana. La muñeca alta y delgada, de grandes y vidriosos ojos verdes, parecía mirarlo también y Gerardo sintió que Ana lo estaba mirando exhortándolo a que la comprara.
Como movido por un imán se acerco a la tienda y le pregunto al mercader.
-Cuanto cuesta esta muñeca?
el mercader lo miro sin entenderlo.
-Señor- le dijo- esa muñeca maniquí no esta en venta, es solo para anunciar mi mercancía..
Pero Gerardo saco un montón de dinero de su bolsillo y lo puso en sus manos.
-Vendamela, pago lo que sea....
De camino a su país Gerardo iba feliz, junto a el en el vuelo llevaba la muñeca y la contemplaba con ternura y sorpresa a la vez. Parecía tener a Ana delante de el nuevamente y su felicidad no tenía limites.
Cuando llego a su casa feliz por mostrarle a su hija la muñeca, encontró a Mariela llorando angustiada.
-La niña fue secuestrada- le dijo entre sollozos- un grupo de hombres armados se la llevaron, reporte a la policía pero...
Gerardo se volvió como loco, no podía ser posible, salió como un loco tomo su auto y se marcho a la estación de la policía donde Mariela claro esta había echo la denuncia del secuestro.
Mariela sonrió y cuando iba a subir a su habitación se quedo petrificada. Ante ella envuelta en una tela de seda estaba aquella muñeca. Cuando Mariela la miro la sangre parecio congelarse en sus venas. El recuerdo de Ana vino a su mente.
-Dios mío- dijo asustada- esta muñeca tiene el mismo rostro de esa mujer...
Llena de miedo subió las escaleras rumbo a su habitación...
Las horas pasaban y su esposo no volvía. La noche estaba llegando, Mariela no sabía que hacer, no sabía por que sentía tanto miedo...de repente, sintió pasos en la escalera, unos pasos firmes, de pie delicado, de tacones, no, era Gerardo, era alguien más, era una persona con tacones, de caminar erguido y firme, quien podía ser?. Mariela se levanto de la cama, cerro la puerta con cerrojo y grito.
-Quién es? quién esta ahí? váyase o llamo a la policía ...
No hubo respuesta, los pasos se acercaban más y más. Mariela puso un mueble para cubrir la puerta..comenzó a escuchar el llanto de la niña, la voz de Sasha pidiéndole que le abriera la puerta..
-Tengo frio Mariela, tengo frio decía la voz, si era la misma voz que había escuchado aquella noche en que dejo que la niña muriera congelada en el patio de la casa...
Mariela se tapo los oídos para no escuchar más, la voz de la niña se confundía con la voz de Ana que le gritaba Asesina!!!...Mariela comenzo a gritar desesperada aferrada a la puerta...
Cuando Gerardo volvió en la madrugada, encontró a su esposa muerta en el piso de la habitación, había sido degollada con una navaja y junto a ella, tirada en el piso, con los ojos vidriosos mirandolo fijamente y en los labios lo que parecia ser una sonrisa triunfal estaba la muñeca...
Janet Artiles.
Ya no estabas tú
El día era hermoso. Los pájaros de siempre estaban, como siempre, cantando en aquel roble que había en el jardín de la casa de al lado. Los niños pasaban por la calle con rumbo a la escuela como todos los jueves. En casa todo estaba en el mismo lugar de siempre. El perro seguía siendo el mismo, mis hermanos, mis padres, todo parecía estar en orden. Pero en mi alma había un gran vacío: ya no estabas tú.
Alejandro Enrique Martinez Torres.
Mi pequeña maleta
Aquel día de verano del drástico año pasado, el oportuno viaje a mi descanso merecido, el relajamiento espiritual de mis cansadas virtudes laboriosas había llegado. Partí un domingo callado, de ruidosas voces vecinas, de risas juveniles estruendosas. Acomode mi única maleta en aquel taxi amarillo y rumbo al aeropuerto pensaba que me faltaba llevar, si me había despedido de alguien. Mis vecinos escaparon antes que yo a algún lado de la ciudad y los jóvenes también estaban ausentes y entonces… ¿De quién no me despedí? De ella si hace un mes que nos peleamos… ¿Le importaría que fuera sin decirle a dónde? Y pienso que no…
De repente el bocinazo del auto me cae en la realidad de nuevo… me bajo y recojo mi única maleta pequeña…tan pequeña que la abro para ver si me había olvidado el pasaporte, que en mis bolsillos no cabían, si me faltaba esa foto preferida que me daba fuerza cuando me sentía deprimido y la locura me envolvía, si llevaba el libro del aquel poema que a ella le gustaba. Si estaba todo en orden, pero era una maleta pequeña y no me faltaba nada.
Regrese de aquella Isla de centro América, donde solo mi cuerpo había padecido algún síntoma de descanso, mientras que mi mente jamás pudo tomarse aunque sea un leve alivio… me fui dos semanas y hacia un mes que no tenía noticia de ella… supongo que ella tampoco de mí. Deje mi pequeña maleta en la puerta y salí corriendo la casa a donde ella se había mudado. Luego de un par de horas y después de tomarme varios autobuses estoy frente a su puerta intentando pedir socorro a mi miserable vivir. Los pies no respondían mis manos estaban atadas a mi cuerpo, latía mi corazón con un susto desesperado. La puerta se abre y mi ser presa en la inmovilidad más perfecta desaparece inmediatamente. Me mira y parece que ella sufre igual que yo… su mirada no es la misma y de pronto solo escucho llanto, la abrazo y mi mente encontró el necesitado alivio que había naufragado hace un mes y quince días.
En ese abrazo descubrí mi fracaso como compañero, como novio, como amante, como la persona ideal para ella. De pronto alguien se acercó, arrebatándomela de mi débil ilusión espontanea. Descubrí el engaño de aquel silencio de cuarenta y cinco días que no sabía nada de ella.
La lluvia comenzó a caer y aquel prodigioso diluvio disimulaba mi torrente de lágrimas y mis gemidos entre los truenos y relámpagos también. Aproveche para decirle cuanto sentía no haberla valorado y que si mi pecado era mayor el de ella era peor. Mientras caminaba a mi casa aquella lluvia me envolvía de nostalgia y ese momento entendía porque mi maleta era pequeña y no me faltaba nada.
Delfor Cruz.
Dioses
Bajo un cielo casi índigo y a campo abierto, los soldados de ambos ejércitos golpeaban las espadas contra los escudos, produciendo un estruendo sólo comparable con las grandes tormentas estivales que cada año azotaban la isla de Solitas. Quinientos pasos sobre la hierba mecida por el aire distaban al ejército sincerita del honestita. Los yelmos, abrasados por el sol del mediodía, ardían en las cabezas de aquellos hombres cuyas almas estaban sedientas de sangre enemiga. El sonido penetrante de las cornetas se enfiló milagrosamente por encima del estruendo, dando la señal del inicio de la batalla. Los soldados corrieron blandiendo espadas afiladas y porfiando gritos salvajes en busca de sus oponentes. El choque de los dos ejércitos en el campo de batalla fue ensordecedor. La sangre tiñó las hojas de las espadas y en nombre del Dios Totus y el Dios Semper, sinceritas y honestitas empezaron a matarse los unos a los otros.
Valer, un veterano soldado sincerita de cuerpo cenceño y ágil, se deshizo del abrasador yelmo, descubriendo así su pelo rizado, y abrió un tajo mortal en el cuello de un honestita que cayó fulminado al suelo. ¡Por Totus que nunca he visto una batalla tan sangrienta como esta!, exclamó para sus adentros el sincerita. Sobre Valer se abalanzó en aquel instante un temible honestita membrudo cuyos ojos rezumaban odio. Apenas pudo el sincerita detener con el escudo el golpe de espada del enemigo; aquel honestita tenía una fuerza descomunal.
-¡Has matado a mi hermano! ¡Por Semper que yo vengaré su muerte! -exclamó el honestita, blandiendo su espada manchada de sangre.
Valer se sentía impotente ante la fuerza del honestita. Protegiéndose con el escudo, fue retrocediendo ante el ataque salvaje de su enemigo. ¿Pero cuánto tiempo podría aguantar así? A cada golpe de espada recibido sobre el escudo, su cuerpo temblaba y se debilitaba. Para Valer sólo existía una forma de salir vivo de allí; corrió hacia el bosque que flanqueaba el campo de batalla con el honestita pisándole los talones. ¡No huyas cobarde! ¡Bastardo!, bramaba el honestita. Pero Valer en realidad no huía de su enemigo; simplemente quería cambiar los papeles de aquella lucha desigual. Quería dejar de ser la presa, para convertirse en cazador.
En tanto la sangrienta batalla continuaba en campo abierto, Valer se escabulló por entre los árboles y matorrales del bosque. El iracundo honestita, confundido en medio de la vegetación, había perdido la pista del ágil Valer. Se detuvo y escuchó el terrorífico fragor proveniente de la batalla que acontecía cerca de allí. ¿Dónde se ha metido ese hijo de perra?, se preguntó, mirando en derredor. Y como un rayo caído del cielo, ante la sorpresa del honestita, Valer saltó desde lo alto de un árbol sobre su enemigo, haciendo silbar en el aire la hoja de su espada hasta que ésta alcanzó el yelmo del membrudo hombre. El honestita cayó sobre un suelo cubierto de hojas secas y la sangre recorrió su frente. Valer no estaba convencido de haberlo matado, pero algo extraño acudió a sus oídos cuando se disponía a ensartar con su espada el corazón del honestita; un silencio escalofriante inundó el aire. ¿Qué significa esto?, se preguntó Valer confundido. Empuñando su espada, se desentendió de rematar a su enemigo y corrió hacia el campo de batalla, con un funesto presagio recorriéndole el alma.
No podía creer lo que veía; una infinidad de cuerpos inertes yacían sobre la hierba del campo. Todos los soldados honestitas y sinceritas habían muerto. ¿Cómo es posible?, se preguntaba Valer. En todos sus años de soldado jamás había presenciado algo similar. Impresionado ante tal escena, el sincerita no se percató que a su espalda estaba el membrudo honestita con el yelmo quebrado y la frente manchada de sangre.
-¿Estás viendo lo que yo? ¡Todos están muertos¡ -Preguntó el honestita, quitándose el yelmo.
-Sí... Creo que sí -balbuceó el sincerita.
Ambos anduvieron en silencio entre los cuerpos que yacían sobre el campo y, después de cerciorarse de que todos estaban muertos, llegaron a la conclusión de que aquello sólo podía ser el resultado de un acto divino. Pero, ¿por qué el Dios Samper o el Dios Totus había tomado una decisión así? Ninguno tenía la respuesta.
Fue entonces, cuando el sol ya empezaba a ocultarse tras las montañas y la luz se desvanecía, que Valer atisbó la figura de una mujer en el horizonte ¿Qué hacía una mujer en aquellos parajes? Los dos soldados, asiendo sus respectivas espadas, corrieron tras ella hasta alcanzarla.
Era una mujer extremadamente bella que, con el pelo negro y ensortijado, vestía una túnica blanca y sandalias de lino.
-¿Qué haces aquí, mujer? -preguntó Valer, con gesto contrariado.
El honestita, alzando la espada y blandiéndola junto al cuello de la mujer, agregó:
-Contesta a la pregunta si no quieres perder tu hermosa cabeza.
La mujer no se asustó y con voz queda respondió:
¿Sabéis por qué estabais luchando?
Los dos soldados se miraron y Valer respondió:
-Solitas es una isla demasiado pequeña para albergar a dos pueblos y a dos Dioses. Por eso sólo el pueblo que honre al verdadero Dios debe permanecer aquí. Por eso luchamos; el vencedor será el que venera al verdadero Dios.
El honestita movió la cabeza afirmativamente e insistió:
-Ahora dí qué estás haciendo aquí.
La mujer sonrió y respondió:
Estoy aquí para deciros que tanto honestitas como sinceritas habéis sido necios. Obcecados por vuestro orgullo y vuestra ignorancia habéis sido incapaces de daros cuenta que Totus y Semper eran en realidad el mismo Dios. El miedo a aceptar la diferencia os ha llevado a manchar vuestras espadas con la sangre de vuestros hermanos. Sí, hermanos, pues pertenecéis a dos pueblos hermanos que han interpretado a Dios de forma diferente; y en vez de respetaros, os habéis matado los unos a los otros. Dios nunca os ha pedido que matarais en su nombre; y no ha sido Dios quien ha tomado la decisión de que todos los soldados, excepto vosotros dos, murieran en esta batalla. Habéis sido vosotros, hombres necios, que creyendo luchar en nombre de Dios, habéis luchado en nombre de la sinrazón y os habéis matado los unos a los otros.
Los dos soldados se arrodillaron ante la mujer y entonces comprendieron que quien había hablado era el oráculo, por lo que habiendo escuchado la Verdad. Ahora tenían una misión insoslayable: explicar a sus respectivos pueblos lo que el oráculo acababa de rebelar.
Onofre Castells.
Perdón bajo la lluvia
El hombre se acerco tímidamente a las inmediaciones con el ramo de flores en sus manos que le había prometido hacia tiempo. Por un momento pensó en regresar sus pasos y no volver nunca más, pero sabia que no podría vivir con la culpa por el resto de sus días; y un viaje de estos no podría ser repetido. No con este fin por lo menos, penso.
Un viento fresco soplaba, y con el traía un olor a mar, un sabor salado que prometía lluvia. Volteo a mirar a su alrededor por si alguien mas se encontraba en ese lugar pero no miro a nadie, se encontraba totalmente solo. Cuando por fin decidió entrar empujo la puerta y esta cedió con un poco de resistencia, una vez dentro la soltó y ella se cerro automáticamente; se quedo inmóvil por un segundo para luego dirigirse hacia donde sabia que la encontraría. Le habían dado las señas particulares y las llevaba grabadas en su mente. Se sentía como un vil entrometido, como un ratero visitando de esta manera, pero no tenia opciones.
Era un hombre de tez blanca y pelo entre canoso, de ojos oscuros y nariz aguileña vestido de una manera que no dejaba duda que no era de ahí. Cualquiera hubiera podido descubrir que si era de esos lugares, solo que la vida lo había llevado a otros lugares.
Con pisadas firmes se fue acercando hasta que poco a poco empezó a hacer sus pasos más cortos mientras su mirada buscaba algo. Se hiso a un costado para permitirle el paso a un grupo de personas que se retiraban en ese momento y devolvió las sonrisas a un par de ellas. Todo mundo siente un tipo de afinación en estos lugares, pensó el. Prosiguió su camino, tratando de hacer memoria, buscando esto y aquello.
Y cuando la localizo sintio que estaba en su compañía de nuevo.
Una vez frente a ella volvió a sentir pasados y contrariados sentimientos. Sus ojos saltaban de punto en punto, confundidos; su cuerpo se apoyaba en una pierna, luego en la otra, nervioso; pero sabia que estaba donde se lo había propuesto, donde había prometido estar.
La promesa de venir a verla había sido hecha años atrás, 12 para ser exacto, y nunca pensó que faltaría a su palabra. Después de todo lo que paso, todo lo dicho, y todo lo que quedo por ser vivido, la promesa de este momento siempre estuvo presente en el.
Pero las circunstancias si eran diferentes.
-“Hola” dijo tímidamente mirando a todos lados y a ningun punto “ aquí estoy, soy yo. Tal como te lo prometí. Yo …bueno, esto es algo que nunca he hecho antes, así que perdóname si no puedo hablar claramente. Pero tratare.”
“Mira” le indico mientras levantaba la mano con las flores para mostrárselas, “te traje las rosas que tanto amas y que siempre me pediste. Lindas, no?” decía mientras sonreía de las rosas hacia ella como buscando su aprobación. Hizo el intento de entregárselas, pero fue un movimiento automático, natural. Su sonrisa se apago y volvió las rosas a su pecho, sosteniéndolas como si de ellas dependiera su vida. Su mano derecha permanecía en el bolsillo del pantalón sin el darse cuenta.
Busco un lugar donde sentarse pero no encontró nada apropiado, asi que decidió permanecer parado mientras hablaba.
-“Se que ha sido mucho tiempo desde que nos miramos la última vez. Perdona que no haya venido antes, pero es que…bueno, tu sabes, no es fácil hacerlo. Pero aquí estoy tal y como te lo prometí. Mejor tarde que nunca, verdad?” dijo a la vez que sonreía débilmente. Se imagino sus palabras de reproche, si las pudiera escuchar.
-“Me dijeron que preguntaste por mi muchas veces antes de…bueno, antes de…esto. Pero quiero que sepas que yo nunca deje de pensar en ti aunque algunas veces no pareciera.
Se llevo su mano derecha a su rostro, se cubrió la boca como para tomar aliento y soltó un hondo suspiro.
-“Yo se que recuerdas todas las cosas que hablamos en su debido momento, y esta visita es algo en que habíamos concordado…yo por mi parte…bueno, siempre quise venir a verte…nunca te mentí, nunca te falle. Y ahora no podía faltar a una promesa mía.”
Busco entre sus recuerdos algo que le estaba molestando, algo que lo empujaba a pedir disculpas pero no lograba concentrase, el viento se escuchaba más fuerte cada minuto y le preocupaba el viaje de regreso. Miro por un instante su reloj.
Miro las flores en su mano y sonrió, no sabia como hacer esto, le costaba romper el hielo que sentía en el. Eso nunca le había pasado en su presencia. “Sabes? Recuerdas todas esas flores que te enviaba yo todos los días para hacerte sonreir? Yo sabia que te gustaban, y era para mi un gusto tan grande el poder hacerte sonreir. Y ahora que por fin estoy frente a ti con un ramo real de rosas, ahora…” su voz se quebro por un instante al verlas pero se recupero. “Ahora yo se que las aprecias igual que siempre aunque el vacio que hay ahora…bueno…antes era un vacio, ahora tiene tu nombre en el, sabes?”
El cielo se había convertido en una masa gris pero no sintió prisa alguna.
-“Antes de venir hoy me pregunte el porque no lo hice antes. Me hubiera ahorrado este dolor que siento en mi…verdad que lo sientes? Me hubiera gustado que no fuera asi, de esta manera, no, yo quería que fuera de otra manera totalmente diferente. Mostrarte lo que siempre fuiste en mi vida. Darte un poco de lo que tu me diste y lo que tanto te falto en vida.” Su mano apreto el ramo de rosas con una impotencia nula.
Un fuerte relámpago se escucho y por un segundo su rostro mostro temor.
Espero unos segundos esperando que las palabras fluyeran de el, esperando también escuchar palabras suyas. Es difícil llevar una platica donde uno es el único que conduce la conversación No estaba acostumbrado, no con ella. No así.
-“Yo…tu…yo se que no tuviste lo que tanto deseaste, que hubieras cambiado muchas cosas” inicio de nuevo, buscando algo en el, “y yo te juro que lo poco que hice por ti eran esos mismos deseos tuyos reflejados en mi de llenarte de ese cariño que rogabas por tener a tu lado. Siempre senti que era tan poco lo que te daba, pero tu siempre dijiste que no, que te llenaba el alma el tenerlo ahora, en ese momento. Y yo me sentía contento, feliz de poder darte algo de mi aunque no pudieras aceptarlo. Pero yo se que lo apreciabas.”
Escucho unos pasos apresurados de algunas personas que volvían buscando la salida y callo esperando que pasaran para no ser escuchado.
Alguien saludo respetuosamente y devolvió el saludo, volteo su mirada hacia ella de nuevo y espero un poco mas hasta que estuvieran fuera del alcance de sus palabras. Miro hacia su derecha donde la puerta de salida se encontraba y miro más personas desalojando el lugar.
-“Me gustaría saber si fuiste feliz a mi lado, sabes?” pregunto pero ya sabia la contestación, “tu crees que el tiempo nos hubiera dado una oportunidad para tratar una vez más?” espero una respuesta pero sabia que ninguna pregunta iba a ser contestada. “tu crees que sea muy tarde para pedirte perdón por no haber estado en tu vida más temprano? Puedes encontrar en tu corazón ese perdón para mi? si lo tienes en ti, por favor, perdóname…yo no sabia que te hacia tanta falta, pense que las palabras que siempre me decías eran solo eso, palabras llenas de ternura que no lograbas depositar en nadie más…falle terriblemente en saber leer tus sentimientos. Perdóname.”
Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer sobre su rostro, pero ya su rostro se encontraba mojado de sus propias lágrimas.
-“Te encontré cuando yo también te necesitaba. Y te fuiste de mi lado de una manera que no es la correcta, sabes?” decía mientras se hincaba frente a la lapida, depositaba las flores con mucho amor y cuidado sobre el frio concreto, “ahora yo soy el que se va, pero volveré para seguir haciéndote compañia aquí donde por fin descansas ahora. Ahora tu serás mi compañia, ahora yo te buscare para poder contarte todas mis ilusiones hasta que pueda volver a verte…soy ateo con esperanzas…quiero todo, verdad?” soltó una pequeña risa al escuchar su propia broma, “me hubiera gustado escuchar tu risa de nuevo…pero te prometo volver a visitarte antes de irme, si? Tu sabes que volveré, verdad? Yo siempre cumplo.” Con sus manos recorrió su tumba que empezaba a mojarse. La toco asi como hubiera deseado tocarla a ella. Apreto sus manos sobre ella, y rogo con todo su corazón que donde estuviera que sintiera sus manos ahora así como se lo había demostrado durante esos locos días que estuvieron juntos.
Se levanto sin importarle el lodo que se había depositado en sus rodillas. Coloco sus manos en los bolsillos, y permaneció ahí parado por mucho tiempo llorando, recordandola, escuchando su risa, y su voz, cuando esas veces cuando con tantas veces le admitia que lo amaba sentía que era la música más hermosa.
La llovizna lo empezó a mojar suavemente, como temerosa de romper ese momento, luego el cielo por fin se abrió y llovió y llovió; llovió asi como también sentía su alma vaciarce de todo el dolor que sentía frente a ella.
Sin decir nada más se dirigió hacia la salida todavía llorando sin el menor intento de ocultarlas, prometiéndose a el mismo que volvería por ella… así como siempre ella solía volver también a el, haciendo todo lo posible por ser feliz a su lado.
Martin Morachis.
La princesa de fuego
Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.
El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.
Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola presencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días
Pedro Pablo Sacristán.
El hada y la sombra
Hace mucho, mucho tiempo, antes de que los hombres y sus ciudades llenaran la tierra, antes incluso de que muchas cosas tuvieran un nombre, existía un lugar misterioso custodiado por el hada del lago. Justa y generosa, todos sus vasallos siempre estaban dispuestos a servirle. Y cuando unos malvados seres amenazaron el lago y sus bosques, muchos se unieron al hada cuando les pidió que la acompañaran en un peligroso viaje a través de ríos, pantanos y desiertos en busca de la Piedra de Cristal, la única salvación posible para todos.
El hada advirtió de los peligros y dificultades, de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero ninguno se asustó. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, el hada y sus 50 más leales vasallos comenzaron el viaje. El camino fue aún más terrible y duro que lo había anunciado el hada. Se enfrentaron a bestias terribles, caminaron día y noche y vagaron perdidos por el desierto sufriendo el hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era el más valiente, ni el mejor luchador, ni siquiera el más listo o divertido, pero continuó junto al hada hasta el final. Cuando ésta le preguntaba que por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía siempre lo mismo "Os dije que os acompañaría a pesar de las dificultades, y éso es lo que hago. No voy a dar media vuelta sólo porque haya sido verdad que iba a ser duro".
Gracias a su leal Sombra pudo el hada por fin encontrar la Piedra de Cristal, pero el monstruoso Guardián de la piedra no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un último gesto de lealtad, se ofreció a cambio de la piedra quedándose al servicio del Guardián por el resto de sus días...
La poderosa magia de la Piedra de Cristal permitió al hada regresar al lago y expulsar a los seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues de aquel firme y generoso compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, queriendo mostrar a todos el valor de la lealtad y el compromiso, regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
Pedro Pablo Sacristán.
La Vaca soñadora
Había una vez en un campo de Santa Fe una vaca soñadora, que no veía las horas para que pase el tren. Será tal vez, por su aire de grandeza, es que movía su cabeza, para verlo pasar. Todos los días la misma historia, para ella sería la gloria si algún día pudiera viajar. Conocer Buenos Aires, los teatros y las revistas. Y conseguir alguna entrevista con algún galán de novela, ese hombre que tanto la desvela y lo ve solo por la tele. Ella no lo podía fingir tanto nervio que sentía, su televisión.
Como soñar no cuesta nada, todas las noches le pedía a su hada que se hiciera realidad. Por esas cosas del destino o a lo mejor fue respuesta a sus pedidos, es que el tren un día paró, por desperfecto de la maquina y frente al campo se quedó. La vaca soñadora no lo podía creer y le pidió con tanta fe a su santo San Roque, ¡por favor que hoy me toque! y le inviten a subir. El corazón le latía, mientras se despedía de las demás. Y así partió la vaca rumbo a la gran ciudad, sentada en soledad por la ventanilla saludaba, a sus amigas le tiraba besitos de despedida, prometiéndoles regresar. Mucho tiempo pasó, nadie supo mas de ella, quizás ya sea una estrella, que triunfa en Buenos Aires y de nosotras se olvidó.
Pero un día el tren paró, en el campo de Santa Fe y no podían creer cuando ella se bajó. Estaba distinta, estaba delgada y de las piernas le colgaba unas cadenas importantes y aunque no era como antes, sus amigas la querían igual y con gran algarabía la salieron a encontrar. Ya hablaba distinto, hablaba aporteñada, decía que añoraba a sus amigas de la infancia y con tantas ansias volvió a su campo natal. Contaba con lágrimas en los ojos que no pudo cumplir sus sueños ni antojos y que por caminar en una avenida estuvo presa en Buenos Aires. ¡Esto sí que es vida! ¡Esto es tranquilidad! Aquí en mi campo puedo caminar, aunque arrastrando mis cadenas. No será Buenos Aires, pero sí, es un Aire Distinto, si se vive en libertad.
FIN
Sergio Gustavo Correa (Argentina)
Mariposita caprichosa
La Mariposita tenía un lindo color amarillo. Un día, mientras volaba entre las flores vio una mariposa azul; regresó donde estaba su mamá y le dijo: Mami, mami, he visto una mariposa azul. ¿Y qué? preguntó mamá mariposa. "Que yo quiero ser azul", dijo Mariposita. La mamá pintó las alas de su hijita de un lindo color azul, que enseguida salió a lucir al jardín.
Ah! Pero entonces vio una mariposa color naranja, y la historia se repitió. Mariposita quiso tener alas de color naranja; la mamá la complació de nuevo, pintando sus alas de color naranja.
Al otro día temprano, mariposita voló y voló, luciendo nuevo color en sus alas. Y de esta vez más allá del jardín. Y se encontró con un grupo de mariposas blancas. De inmediato voló a casa. "Mami, mami. Ya no quiero este color, quiero ser blanca, como unas mariposas que he visto hoy", rogó la mariposita. Y la mamá, de inmediato, lavó las alas de la pequeña y las pintó de un blanco reluciente.
Pero sucedió que mariposita estaba tan oronda con su nuevo color, que no se dio cuenta de que llegaba una fuerte lluvia. Se refugió en un árbol, porque las mariposas nunca dejan que la lluvia las moje. Pero el viento era muy fuerte, y la pequeña mariposita no pudo evitar que le cayeran unas cuantas gotas desprendidas de las hojas del árbol.
¿Saben lo que pasó entonces? Que las alas de mariposita empezaron a desteñirse, a tomar todos los colores que su mamá le había pintado, aunque no aparecía su lindo color amarillo.
Cuando regresó a su casa, mariposita estaba muy fea. Su mamá casi no la conoció. "Ves, hijita. Esto te ha pasado por caprichosa. Debiste estar feliz, contenta con tu color y no andar queriendo parecerte a otras mariposas." La pobre mariposita lloró un montón. Estaba arrepentida. Creyó que nunca volvería a lucir el lindo color amarillo de sus alas.
La mamá la dejó llorar, hasta que fue a ayudarla, le limpió las alas hasta que se vio aquel amarillo que parecía oro. Desde entonces, mariposita no volvió a tener caprichos tan tontos, y aprendió a quererse a ella misma, fuera como fuera.
FIN
Nereida González (España).
Pollito Llito
Hace muchos, muchos años, vivía con su familia un pollito llamado Llito. Todos los días Mamá Gallina salía con sus pollitos a pasear. Mamá Gallina iba al frente y los pollitos marchaban detrás. Llito era siempre el ultimo en la fila. De pronto vio algo que se movía en una hoja. Se quedó asombrado ante lo que vio. Era un gusanito.
Mama Gallina y sus hermanos ya estaban muy lejos. Llito al ver que no tenia su familia cerca se puso a llorar.
- ¡Pío, pío, pío, pío!
- ¿Qué te pasa?, preguntó el gusanito.
- Mi mamá y mis hermanos se han ido y estoy perdido.
- No te preocupes amiguito. Vamos a buscarlos, le dijo el gusanito.
- ¡Vamos, vamos!, dijeron los dos.
En el camino se encontraron al gato, quien les preguntó:
- Miau, ¿dónde van?
- Mi mamá y mis hermanos se han ido y estoy perdido, dijo muy triste Llito.
- Yo iré con ustedes a buscarlos, dijo el gato.
- ¡Vamos, vamos!, dijeron a coro.
Al rato se encontraron con un perro.
- Jau, ¿hacia dónde se dirigen?, preguntó.
- Mi mamá y mis hermanos se han ido y estoy perdido, dijo llorando Llito.
- Jau, iré con ustedes a buscarlos.
- ¡Vamos, vamos! - dijeron a coro.
Y así el perro, el gato, el gusanito y Llito caminaron y caminaron buscando a Mamá Gallina.
- ¡Llito, Llito! ¿Dónde estás?, gritaba a lo lejos Mama Gallina.
- ¡Es mi mamá!, exclamó Llito.
El perro ladró "Jau, jau". El gato maulló "Miau, miau y el gusanito se arrastró. Todos brincaron alegremente. Al fin habían encontrado a Mamá Gallina. El perro, el gato, el gusanito, Llito y su familia se abrazaron y rieron de felicidad.
- Gracias por cuidar a mi hijo. Los invito a mi casa a comer bizcocho de maíz - dijo Mamá Gallina.
-¡Vamos, vamos! - dijeron todos.
Al llegar a la casa Mama Gallina les sirvió el rico bizcocho. Nuestros amigos se lo comieron todo, todo, todo. Y como diría Don Mabo, este cuento se acabó.
FIN
Lourdes del C. Hernández (Puerto Rico).
El mejor de los deseos
Había una vez un niño llamado Pepito al que le encantaba todo sobre los dinosaurios, Pepito soñaba con poder conocer un dinosaurio de verdad, aún sabiendo que eso podría llegar a ser peligroso, a él no le importaba porque ese era su sueño mas grande.
Un día su mamá lo llevó al nuevo museo de dinosaurios en la ciudad, él ya había ido a todos los museos de dinosaurios menos a ese; cuando llegó al museo el cuidador de la entrada lo detuvo y le dijo:
- "Hola pequeño, ¿cuál es tu nombre?"
- "Pepito", el respondió con una tierna sonrisa.
El cuidador le preguntó si era su primera vez en ese museo a lo que Pepito respondió emocionado que sí, el cuidador sin pensarlo le dijo que en museo iba a encontrar algo muy especial para él, algo con lo que siempre había soñado, pepito emocionado volteó a buscar a su mamá para contarle lo que el cuidador le había dicho, pero al voltear el cuidador había desaparecido.
Ya dentro del museo pepito se dirigió rápidamente a buscar al dinosaurio "Rex", su favorito. Debajo de el encontró un huevo de dinosaurio muy brillante con una nota dirigida hacia él:
"Pepito, hoy será el día en el que el deseo que más quieres se te cumplirá, lleatelo a tu casa y cuídalo bien".
en su casa papito guardó muy bien el huevo en su cuarto, se fue a dormir anhelando su sueño más preciado. Y cuando despertó el dinosaurio estaba ahí.
Karen Santoyo.
Un día su mamá lo llevó al nuevo museo de dinosaurios en la ciudad, él ya había ido a todos los museos de dinosaurios menos a ese; cuando llegó al museo el cuidador de la entrada lo detuvo y le dijo:
- "Hola pequeño, ¿cuál es tu nombre?"
- "Pepito", el respondió con una tierna sonrisa.
El cuidador le preguntó si era su primera vez en ese museo a lo que Pepito respondió emocionado que sí, el cuidador sin pensarlo le dijo que en museo iba a encontrar algo muy especial para él, algo con lo que siempre había soñado, pepito emocionado volteó a buscar a su mamá para contarle lo que el cuidador le había dicho, pero al voltear el cuidador había desaparecido.
Ya dentro del museo pepito se dirigió rápidamente a buscar al dinosaurio "Rex", su favorito. Debajo de el encontró un huevo de dinosaurio muy brillante con una nota dirigida hacia él:
"Pepito, hoy será el día en el que el deseo que más quieres se te cumplirá, lleatelo a tu casa y cuídalo bien".
en su casa papito guardó muy bien el huevo en su cuarto, se fue a dormir anhelando su sueño más preciado. Y cuando despertó el dinosaurio estaba ahí.
Karen Santoyo.
Lo que sucedio de noche
Era noche y observaba aquel cuerpo inerte, tendido en el suelo, bañado en sangre y con dos hombres con pasamontañas despojándole de sus pertenencias !que injusticia al ver el acontecimiento!, yo grite ! váyanse, viene la policía! pero no me hicieron caso, cuando de pronto, habiendo realizado el acto, los sujetos se fueron, sonaban a lo lejos las sirenas, me acerque al cuerpo poco a poco, no sin antes pensar lo atrevido de mi acción observe las facciones de aquel cuerpo inmóvil que yacía en el suelo, tenia dos orificios de bala, uno en el pecho y otro finalmente en la cabeza. No paso mucho tiempo para que me diera cuenta de que el hombre que había sido asaltado era yo, la atroz realidad me baño como agua fría, por que no recordaba nada?, como llegue a este estado?, lo único que se, es que en este momento, no soy más que un fantasma hablando de su propia muerte.
Daniel Guzmán.
Daniel Guzmán.
Fotografía
Un niño cita a una amiga en el parque para pedirle algo importante.......
Niña: hola ¿querías que nos viéramos aquí?
Niño: sí, verás es que quiero pedirte algo pero no sé.......
Niña: somos amigos desde hace mucho, vamos puedes confiar en mi
Niño: bueno, quería saber si me podías hacer un favor
Niña: claro que sí, ¿que puedo hacer por ti?
Niño: hoy me iré muy lejos de aquí, mi papá consiguió otro trabajo y tenemos que irnos
Niña: pero vas a volver ¿verdad?
Niño: no lo sé
Niña: no quiero que te vayas
Niño: yo tampoco quiero irme, pero no puedo hacer nada
Niña: entonces ¿qué favor quieres que haga?
Niño: hay una persona de la que estoy enamorado, y nunca se lo dije.
Niña: oh ya veo...... ¿y quieres que yo le diga?
Niño: quiero que le entregues esto.
El niño saca una especie de cuadro pequeño enmarcado, lo pone contra su pecho y lo envuelve con una tela roja
Niña: ¿qué es eso?
Niño: esta es la foto de la niña que más amo, y que ya no podre ver. Quiero que se la des
Niña: ¿y donde la encuentro?
Niño: tú la conoces muy bién y sabes quién es, ahora tengo que irme, por favor haz eso por mi
Niña: yo lo haré, adios y cuidate, te voy a extrañar mucho
Niña: adios, también te extrañaré.
La niña, con lágrimas en los ojos ve a lo lejos a su amigo irse y perderse en la entrada del parque, le quita la tela al cuadro enmarcado y se cae una nota que dice:
"esta es la foto de la persona más maravillosa con la que pasé ratos inolvidables, la persona que más amo".
La niña siente curiosidad, le da la vuelta al cuadro...............
Era un espejo.
Pandemonium.
Niña: hola ¿querías que nos viéramos aquí?
Niño: sí, verás es que quiero pedirte algo pero no sé.......
Niña: somos amigos desde hace mucho, vamos puedes confiar en mi
Niño: bueno, quería saber si me podías hacer un favor
Niña: claro que sí, ¿que puedo hacer por ti?
Niño: hoy me iré muy lejos de aquí, mi papá consiguió otro trabajo y tenemos que irnos
Niña: pero vas a volver ¿verdad?
Niño: no lo sé
Niña: no quiero que te vayas
Niño: yo tampoco quiero irme, pero no puedo hacer nada
Niña: entonces ¿qué favor quieres que haga?
Niño: hay una persona de la que estoy enamorado, y nunca se lo dije.
Niña: oh ya veo...... ¿y quieres que yo le diga?
Niño: quiero que le entregues esto.
El niño saca una especie de cuadro pequeño enmarcado, lo pone contra su pecho y lo envuelve con una tela roja
Niña: ¿qué es eso?
Niño: esta es la foto de la niña que más amo, y que ya no podre ver. Quiero que se la des
Niña: ¿y donde la encuentro?
Niño: tú la conoces muy bién y sabes quién es, ahora tengo que irme, por favor haz eso por mi
Niña: yo lo haré, adios y cuidate, te voy a extrañar mucho
Niña: adios, también te extrañaré.
La niña, con lágrimas en los ojos ve a lo lejos a su amigo irse y perderse en la entrada del parque, le quita la tela al cuadro enmarcado y se cae una nota que dice:
"esta es la foto de la persona más maravillosa con la que pasé ratos inolvidables, la persona que más amo".
La niña siente curiosidad, le da la vuelta al cuadro...............
Era un espejo.
Pandemonium.
El extraño caso de los molinos
La denuncia había llegado a la seccional policial del departamento de Los Molinos pasada la medianoche. Un lugareño daba cuenta de que un automóvil se había desviado de su curso sobre el camino de cornisa y se había desbarrancado unos 50 metros, para quedar semihundido en las aguas del lago. Dentro del vehículo se hallaba el cuerpo de una mujer.
El timbre del teléfono lo despertó súbitamente. El oficial Camaratta profundamente dormido yacía desparramando su desnudez al lado de su joven amante. Había sido una ardorosa noche de lujuria y placer.
-¿¡Inspector!?- sondeó con temor el agente de guardia
- ¿¡Y ahora qué pasa…!? – contestó muy molesto el oficial.
-Se produjo un accidente automovilístico en la ruta 5 a la altura del kilómetro 68 y el Jefe ordenó que Ud. se hiciera cargo del caso. Parece que se trata de un femenino muerto y… La comunicación se cortó violentamente.
Gustavo González era un importante empresario de la construcción. Su relación matrimonial no pasaba por un buen momento con su esposa, dueña de una boutique. Si bien el negocio prosperaba, en lo sentimental, las cosas no andaban nada bien. Desde hacía tiempo, ella trataba de mitigar su depresión bebiendo alcohol y tomando estupefacientes. Por eso nunca conducía el automóvil.
Ese día, su marido la había persuadido para que realizaran un viaje de fin de semana a Córdoba. Él tenía que viajar por asuntos de negocios. Al principio ella se rehusó, pero finalmente accedió con la esperanza de que la relación conyugal mejoraría.
Emprendieron el viaje un viernes por la noche. A la altura de la localidad de Los Molinos, el automóvil comenzó a fallar y decidieron detenerse en un Motel. En la habitación contigua Martín Vedia y Emma Van Riet miraban televisión y bebían cerveza. Una hora después, González retomaba el viaje a la ciudad de Córdoba en compañía de una mujer.
Al amanecer, González y su acompañante se habían registrado en un lujoso hotel de la ciudad. Después, él se bañó, se cambió y salió con prisa para no llegar tarde a un importante encuentro de negocios. Terminada la reunión, González pasó a buscar a la mujer por el hotel y juntos fueron a almorzar a un exclusivo restaurante. Durante la comida, ella abusó del alcohol. Inesperadamente, se levantó de la mesa como un rayo y sumida en un ataque de locura protagonizó una escena de celos. En seguida comenzó a gritar y a arrojar la vajilla contra el piso y las paredes. Así lo relataron la camarera, y otros comensales, en su declaración testimonial.
Entrada la noche, y ante la mirada absorta de varios huéspedes y empleados del hotel, la pareja mantuvo una fuerte discusión que no llegó a mayores porque intercedió el conserje. En esas circunstancias, ella lo había sentenciado que pediría el divorcio y que esa misma noche regresaría a Bs. As. En presencia de todos dejó bien en claro su firme determinación de no volver a verlo nunca más. Luego se retiró muy ofuscada, y presurosa se dirigió a la cochera. Se fue en el mismo auto que habían llegado. Pasadas dos horas, González recibió un llamado telefónico.
- Ella acaba de llegar - se escuchó en el Nextel
- Listo… ¡háganlo ya!- ordenó González.
Con los primeros rayos del sol Camaratta llegó al lugar del accidente. Su estado era deplorable y no podía disimular el malhumor. Los bomberos realizaban las maniobras previas al rescate y una vez retirado el cuerpo sin vida de la mujer fue puesto sobre una camilla. Con cuerdas y arneses, lo subieron hasta el costado del camino. Allí aguardaba la ambulancia que lo llevaría hasta la morgue judicial. Mientras tanto, los peritos inspeccionaban el coche tratando de determinar si el accidente se habría provocado por alguna falla técnica.
Cerca del mediodía Gustavo González fue avisado del accidente sufrido por su esposa y se le informó que debía presentarse en la seccional policial para prestar declaración testimonial. Los datos del vehículo y de la mujer fallecida coincidían con los registrados en el libro del hotel.
Después de recibir la noticia, González hizo un llamado telefónico.
- Ya está acreditada la guita en tu cuenta- se apresuró a decir.
Luego, partió en un taxi con destino a la morgue judicial del hospital de Los Molinos. Debía reconocer el cuerpo de su esposa.
La seccional de policía olía a churrasco quemado. González se acreditó en la mesa de entrada y pidió hablar con Camaratta. Después de esperar algunos minutos entró a la oficina del oficial. En la puerta se leía un corroído cartel que decía: Departamento de Investigaciones. Insp. Camaratta. El oficial se balanceaba sobre un destartalado sillón giratorio. “Este es el tipo que me jodió la noche” -pensó – mientras lo invitaba a sentarse sin saludarlo. Después de corroborar los datos personales y otras formalidades comenzó a tomarle declaración. Al costado del escritorio, otro miembro de la fuerza hacía malabares para escribir “con dos dedos” en una vieja Remington. González respondió con seguridad las preguntas del oficial, pero no podía disimular lo incómodo de la situación. Culminados los trámites de rigor y habiendo reconocido el cuerpo de su esposa, el Inspector le autorizó el traslado y le prometió que iba a tenerlo al tanto de cualquier novedad.
Al día siguiente llegaron dos sobres a la oficina del Inspector Camaratta. Uno contenía los informes del peritaje técnico del automotor, donde los peritos se expedían categóricamente: las causas del accidente no se debieron a fallas técnicas del automóvil. En el otro, el médico forense señalaba que las contusiones y heridas que presentaba el cuerpo de la mujer fueron producto del accidente y no de otras causas. En las conclusiones se expresaba que los análisis de sangre habían revelado la presencia de barbitúricos y otros medicamentos psiquiátricos. Agregaba además, que le había sido extraída gran cantidad de agua de los pulmones. El reporte daba por cierto que las causas que provocaron el deceso habían sido la pérdida del control del vehículo y consecuentemente la asfixia por ahogo.
En algún banco de la ciudad de Bs. As., una mujer había realizado una transferencia al exterior por una importante y jugosa suma de dinero. Después tomó su valija y se dirigió hacia el aeropuerto de Ezeiza, donde abordó el vuelo de las 18.35 con destino a Bruselas.
El Inspector Camaratta introdujo el expediente en un gran sobre de papel madera, humedeció la pestaña con la lengua y lo cerró a golpes con la palma de la mano.
Un tiempo después, el juez descartaba la hipótesis de un atentado y archivaba definitivamente la causa, estableciendo que se trató de una muerte por accidente derivada de la conducta imprudente del conductor.
Los húmedos cuerpos desnudos y exhaustos descansaban sobre la descomunal cama de un lujoso piso de la Av, Libertador. Descorcharon la botella del champagne francés y se besaron apasionadamente…
- ¡Te amo!- dijo Gustavo González.
- ¡Con toda mi alma! – respondió Martín Vedia.
Guillermo Bertini.
El timbre del teléfono lo despertó súbitamente. El oficial Camaratta profundamente dormido yacía desparramando su desnudez al lado de su joven amante. Había sido una ardorosa noche de lujuria y placer.
-¿¡Inspector!?- sondeó con temor el agente de guardia
- ¿¡Y ahora qué pasa…!? – contestó muy molesto el oficial.
-Se produjo un accidente automovilístico en la ruta 5 a la altura del kilómetro 68 y el Jefe ordenó que Ud. se hiciera cargo del caso. Parece que se trata de un femenino muerto y… La comunicación se cortó violentamente.
Gustavo González era un importante empresario de la construcción. Su relación matrimonial no pasaba por un buen momento con su esposa, dueña de una boutique. Si bien el negocio prosperaba, en lo sentimental, las cosas no andaban nada bien. Desde hacía tiempo, ella trataba de mitigar su depresión bebiendo alcohol y tomando estupefacientes. Por eso nunca conducía el automóvil.
Ese día, su marido la había persuadido para que realizaran un viaje de fin de semana a Córdoba. Él tenía que viajar por asuntos de negocios. Al principio ella se rehusó, pero finalmente accedió con la esperanza de que la relación conyugal mejoraría.
Emprendieron el viaje un viernes por la noche. A la altura de la localidad de Los Molinos, el automóvil comenzó a fallar y decidieron detenerse en un Motel. En la habitación contigua Martín Vedia y Emma Van Riet miraban televisión y bebían cerveza. Una hora después, González retomaba el viaje a la ciudad de Córdoba en compañía de una mujer.
Al amanecer, González y su acompañante se habían registrado en un lujoso hotel de la ciudad. Después, él se bañó, se cambió y salió con prisa para no llegar tarde a un importante encuentro de negocios. Terminada la reunión, González pasó a buscar a la mujer por el hotel y juntos fueron a almorzar a un exclusivo restaurante. Durante la comida, ella abusó del alcohol. Inesperadamente, se levantó de la mesa como un rayo y sumida en un ataque de locura protagonizó una escena de celos. En seguida comenzó a gritar y a arrojar la vajilla contra el piso y las paredes. Así lo relataron la camarera, y otros comensales, en su declaración testimonial.
Entrada la noche, y ante la mirada absorta de varios huéspedes y empleados del hotel, la pareja mantuvo una fuerte discusión que no llegó a mayores porque intercedió el conserje. En esas circunstancias, ella lo había sentenciado que pediría el divorcio y que esa misma noche regresaría a Bs. As. En presencia de todos dejó bien en claro su firme determinación de no volver a verlo nunca más. Luego se retiró muy ofuscada, y presurosa se dirigió a la cochera. Se fue en el mismo auto que habían llegado. Pasadas dos horas, González recibió un llamado telefónico.
- Ella acaba de llegar - se escuchó en el Nextel
- Listo… ¡háganlo ya!- ordenó González.
Con los primeros rayos del sol Camaratta llegó al lugar del accidente. Su estado era deplorable y no podía disimular el malhumor. Los bomberos realizaban las maniobras previas al rescate y una vez retirado el cuerpo sin vida de la mujer fue puesto sobre una camilla. Con cuerdas y arneses, lo subieron hasta el costado del camino. Allí aguardaba la ambulancia que lo llevaría hasta la morgue judicial. Mientras tanto, los peritos inspeccionaban el coche tratando de determinar si el accidente se habría provocado por alguna falla técnica.
Cerca del mediodía Gustavo González fue avisado del accidente sufrido por su esposa y se le informó que debía presentarse en la seccional policial para prestar declaración testimonial. Los datos del vehículo y de la mujer fallecida coincidían con los registrados en el libro del hotel.
Después de recibir la noticia, González hizo un llamado telefónico.
- Ya está acreditada la guita en tu cuenta- se apresuró a decir.
Luego, partió en un taxi con destino a la morgue judicial del hospital de Los Molinos. Debía reconocer el cuerpo de su esposa.
La seccional de policía olía a churrasco quemado. González se acreditó en la mesa de entrada y pidió hablar con Camaratta. Después de esperar algunos minutos entró a la oficina del oficial. En la puerta se leía un corroído cartel que decía: Departamento de Investigaciones. Insp. Camaratta. El oficial se balanceaba sobre un destartalado sillón giratorio. “Este es el tipo que me jodió la noche” -pensó – mientras lo invitaba a sentarse sin saludarlo. Después de corroborar los datos personales y otras formalidades comenzó a tomarle declaración. Al costado del escritorio, otro miembro de la fuerza hacía malabares para escribir “con dos dedos” en una vieja Remington. González respondió con seguridad las preguntas del oficial, pero no podía disimular lo incómodo de la situación. Culminados los trámites de rigor y habiendo reconocido el cuerpo de su esposa, el Inspector le autorizó el traslado y le prometió que iba a tenerlo al tanto de cualquier novedad.
Al día siguiente llegaron dos sobres a la oficina del Inspector Camaratta. Uno contenía los informes del peritaje técnico del automotor, donde los peritos se expedían categóricamente: las causas del accidente no se debieron a fallas técnicas del automóvil. En el otro, el médico forense señalaba que las contusiones y heridas que presentaba el cuerpo de la mujer fueron producto del accidente y no de otras causas. En las conclusiones se expresaba que los análisis de sangre habían revelado la presencia de barbitúricos y otros medicamentos psiquiátricos. Agregaba además, que le había sido extraída gran cantidad de agua de los pulmones. El reporte daba por cierto que las causas que provocaron el deceso habían sido la pérdida del control del vehículo y consecuentemente la asfixia por ahogo.
En algún banco de la ciudad de Bs. As., una mujer había realizado una transferencia al exterior por una importante y jugosa suma de dinero. Después tomó su valija y se dirigió hacia el aeropuerto de Ezeiza, donde abordó el vuelo de las 18.35 con destino a Bruselas.
El Inspector Camaratta introdujo el expediente en un gran sobre de papel madera, humedeció la pestaña con la lengua y lo cerró a golpes con la palma de la mano.
Un tiempo después, el juez descartaba la hipótesis de un atentado y archivaba definitivamente la causa, estableciendo que se trató de una muerte por accidente derivada de la conducta imprudente del conductor.
Los húmedos cuerpos desnudos y exhaustos descansaban sobre la descomunal cama de un lujoso piso de la Av, Libertador. Descorcharon la botella del champagne francés y se besaron apasionadamente…
- ¡Te amo!- dijo Gustavo González.
- ¡Con toda mi alma! – respondió Martín Vedia.
Guillermo Bertini.
EL rastro del ángel
El centro comercial estaba en penumbras y de fondo una leve música gitana, una melodía rumana que hacía flotar mi espíritu. Comencé a recorrer las pinturas en el sentido de las agujas del reloj, como Camilo me había enseñado. Su realismo mágico empezaba a imponerse y yo quería estar a su lado. Buscaba un hilo conductor para develar el enigma y comentárselo esa misma noche. Vía Moldavia era la canción que se escuchaba cuando llegué a la obra de la pared final: una gran puerta y después el cielo. Nada particular pensé, y cuando estaba a punto de darme por vencido vi una pluma que salía por el costado del cuadro. Corrí levemente la obra y lo descubrí. Estaba asustado y con un dedo cruzado en los labios pidiendo silencio. Sus ojos eran de auxilio. Entonces adelanté el pie y traspase el umbral. Me tomó por la cintura y volé con él, sentí el viento de sus alas en mi espalda y esquivamos un fuego de artificio. Habló por primera y única vez:
-Con lo que cuesta eso mañana cientos de chicos tendrían un plato de comida en su mesa.
Desde lo alto vimos la gran ciudad y sobre sus alas descubrí la realidad que escondían los políticos. Al amanecer atravesamos la ventana de mi habitación y comprendí el sueño. Mejor dicho, creí el sueño, pues cuando mire los rayos del sol que se filtraban por la cortina, tres plumas flotaban en el aire.
Cristian Avaca.
-Con lo que cuesta eso mañana cientos de chicos tendrían un plato de comida en su mesa.
Desde lo alto vimos la gran ciudad y sobre sus alas descubrí la realidad que escondían los políticos. Al amanecer atravesamos la ventana de mi habitación y comprendí el sueño. Mejor dicho, creí el sueño, pues cuando mire los rayos del sol que se filtraban por la cortina, tres plumas flotaban en el aire.
Cristian Avaca.
Lucas el bebé adoptivo
Era una tardecita de invierno, hacía mucho frío y llovía furiosamente. El viento soplaba, soplaba y soplaba... Sentados al lado de la chimenea, los nenes, María, Javier y Teresa comían con placer los bizcochitos calentitos que les ofreció su abuela. Teresa... coqueta, moviendo la cabeza y arreglándose sus trencitas, preguntó:
- Abu, y Lucas... ¿por qué no vino hoy?
- Está enfermito - contestó la abuela.
- Pero igual lo tenemos con nosotros...
- ¿Y dónde está? - preguntaron los chicos, asombrados, mirando a su alrededor.
- Aquí, junto a mi corazón...- y con un movimiento rápido descubrió una carta que tenía oculta dentro de su blusa, y enseguidita la volvió a guardar junto a su pecho.
Los chicos estaban tan intrigados, que empezaron a gritar:
- ¡Dale, abu, léela, léela!
La abuela, misteriosa e inquieta, respondió:
- No sean impacientes... vamos a leer la cartita más tarde.
Javier y Teresa asintieron con la cabeza, pero María, la más chiquita, caprichosa y enojada, exclamó:
- Entonces... ¡¡queremos que nos cuentes un cuento... ahora mismo!!
La abuela, aliviada, afirmó:
- Me encanta contarles cuentos cuando llueve... ¿Están preparados?
- ¡Síiii!- respondieron los chicos.
- Bueno... ¡Escúchenme con cinco orejas y mírenme con veinte ojos..! Como todos los jueves, hoy les voy a contar un cuento... Pero en esta historia no va a haber ni duendes, ni brujas, ni princesas... Hoy les voy a contar un cuento real... un cuento-secreto... – murmuró despacito.
Con dulzura, la abuela invitó a María, su nieta menor, a sentarse en su regazo, y después de un largo y misterioso silencio, que a los chicos les pareció rarísimo, comenzó su relato: ¿Recuerdan cuando María todavía estaba en la panza de mamá...? Era un día como el de hoy : muy lluvioso y frío. Por la noche nos reunimos todos en la casa del Tío Pepe y la Tía Luly para conocer al nuevo primito... Y allí estaba él: Lucas, un precioso bebé, chiquitito, flaquito, sonrosado y llorón, en brazos de la tía Luly, tomando su mamadera como un gran comilón. El tío Pepe -calladito como siempre- lo miraba embelesado, y la tía Luly lucía orgullosa y oronda, como una reina feliz. Estaban tan contentos... ¡Por fin se habían reunido con su hijito..!
¡Sí¡¿Qué hicimos?
- Al verlo a Lucas bebé, corrieron rapidito a acariciar la panza gorda de su mamá. Y allí adentro estabas vos, María, dando pataditas, como diciendo : ¡Aquí estoy, ya crecí, ya quiero salir, para jugar con mis hermanos y mi primito!.
-Abuela, ¿y por qué yo daba pataditas? - preguntó María, muy preocupada. -¿A mi mami no le dolía?
FIN.
Lic .Dora Kweller (Argentina).
- Abu, y Lucas... ¿por qué no vino hoy?
- Está enfermito - contestó la abuela.
- Pero igual lo tenemos con nosotros...
- ¿Y dónde está? - preguntaron los chicos, asombrados, mirando a su alrededor.
- Aquí, junto a mi corazón...- y con un movimiento rápido descubrió una carta que tenía oculta dentro de su blusa, y enseguidita la volvió a guardar junto a su pecho.
Los chicos estaban tan intrigados, que empezaron a gritar:
- ¡Dale, abu, léela, léela!
La abuela, misteriosa e inquieta, respondió:
- No sean impacientes... vamos a leer la cartita más tarde.
Javier y Teresa asintieron con la cabeza, pero María, la más chiquita, caprichosa y enojada, exclamó:
- Entonces... ¡¡queremos que nos cuentes un cuento... ahora mismo!!
La abuela, aliviada, afirmó:
- Me encanta contarles cuentos cuando llueve... ¿Están preparados?
- ¡Síiii!- respondieron los chicos.
- Bueno... ¡Escúchenme con cinco orejas y mírenme con veinte ojos..! Como todos los jueves, hoy les voy a contar un cuento... Pero en esta historia no va a haber ni duendes, ni brujas, ni princesas... Hoy les voy a contar un cuento real... un cuento-secreto... – murmuró despacito.
Con dulzura, la abuela invitó a María, su nieta menor, a sentarse en su regazo, y después de un largo y misterioso silencio, que a los chicos les pareció rarísimo, comenzó su relato: ¿Recuerdan cuando María todavía estaba en la panza de mamá...? Era un día como el de hoy : muy lluvioso y frío. Por la noche nos reunimos todos en la casa del Tío Pepe y la Tía Luly para conocer al nuevo primito... Y allí estaba él: Lucas, un precioso bebé, chiquitito, flaquito, sonrosado y llorón, en brazos de la tía Luly, tomando su mamadera como un gran comilón. El tío Pepe -calladito como siempre- lo miraba embelesado, y la tía Luly lucía orgullosa y oronda, como una reina feliz. Estaban tan contentos... ¡Por fin se habían reunido con su hijito..!
¡Sí¡¿Qué hicimos?
- Al verlo a Lucas bebé, corrieron rapidito a acariciar la panza gorda de su mamá. Y allí adentro estabas vos, María, dando pataditas, como diciendo : ¡Aquí estoy, ya crecí, ya quiero salir, para jugar con mis hermanos y mi primito!.
-Abuela, ¿y por qué yo daba pataditas? - preguntó María, muy preocupada. -¿A mi mami no le dolía?
FIN.
Lic .Dora Kweller (Argentina).
La mujer de los bolsillos
Aquella noche Raquel no quería dormir, no tenía nada de sueño y se pasó toda la noche llamando a su madre: ¡Mamá, tráeme agua! ¡Mamá tengo pis! ¡Mamá no puedo dormir!
-¡Raquel, haz el favor de dormir que mañana no te podrás levantar! ¡Mira que si no te callas vendrá la mujer de los bolsillos!
- ¿La mujer de los bolsillos? ¿ quién es esa mujer?, preguntó Raquel asustada.
- La mujer de los bolsillos ha existido desde que yo era pequeña. Dicen que se pasea por las calles y cuando oye a un niño llorar, gritar o protestar, se sube a las ventanas de las casas y se lo lleva dentro de uno de sus bolsillos.
- ¿Y dónde vive la mujer de los bolsillos?
- Creo que fue Jaime el policía el primero en ver su escondite. Una casa en ruinas justo en medio del bosque de la Luna Pálida. Allí vive con diez gatos pelones, tres perros pulgosos, cinco gallinas desplumadas, una rana y una lagartija.
- Mamá... ¿ Y cómo es la mujer de los bolsillos?
- Yo no la he visto nunca, pero dicen que es una mujer muy sucia, tiene el cabello colorado, largo y enredado, los ojos pequeños, la nariz larga, la cara llena de granos y le faltan la mitad de los dientes.
- ¿Y porqué odia tanto a los niños?
- Siempre ha sido muy antipática. Nunca le han gustado las criaturas. Desde que era pequeña, cuando iba a la escuela, todos se reían de su abrigo lleno de bolsillos. Era una niña solitaria que sólo hablaba con los animales, y eso la convirtió en lo que ahora es: una bruja.
"Mañana iré al bosque de la Luna Pálida a ver si todo lo que me ha dicho mamá es verdad" - Pensó Raquel mientras su madre le daba un beso de buenas noches.
Se lo diría a David, seguro que él le acompañaría.
Y así fue al día siguiente los dos caminaron y caminaron por el bosque hasta que por fin, entre los árboles encontraron la casa. Pero la casa ni estaba en ruinas ni era tenebrosa. En la puerta había una mujer con un gatito en brazos, pero ni era fea y no parecía antipática. Hasta tenía cara de buena persona. Raquel y David se acercaron a la mujer despacio y asustados, pero enseguida se dieron cuenta de que no era peligrosa.
- Bienvenidos a mi casa, dijo la mujer con una gran sonrisa.
-"No le falta ningún diente", pensó Raquel.
- ¿E...e... eres la mujer de los bolsillos?- Preguntó David balbuceando y la mujer dijo que sí con la cabeza.
- Pero si tienes una casa muy bonita, y no pareces una bruja, aseguró Raquel
- ¿Por qué todo el mundo te tiene miedo?
- ¿ te pones a los niños en los bolsillos?
La mujer empezó a reírse sin parar, y les enseñó lo que llevaba dentro de los bolsillos: sólo eran caramelos de todos los gustos, piruletas, chocolatinas, regaliz, bombones, todas las golosinas que os podáis imaginar. Que equivocada que estaba su madre. María, que así se llamaba , era la mujer más dulce que nunca había conocido.
Raquel tenía que resolver aquella injusticia, María merecía ser conocida por todos en el pueblo, adultos incluidos, así nunca más asustarían a los niños con su persona.
Lo primero que se le ocurrió fue reunir a todos los niños y niñas en la plaza mayor para que la conocieran. María repartió caramelos y sonrisas a todos aquellos que se le acercaban, pequeños y grandes. Y a partir de aquel día, la mujer de los bolsillos fue querida por todos, y ya nadie le tuvo miedo.
FIN.
Pepa Mayo (España).
-¡Raquel, haz el favor de dormir que mañana no te podrás levantar! ¡Mira que si no te callas vendrá la mujer de los bolsillos!
- ¿La mujer de los bolsillos? ¿ quién es esa mujer?, preguntó Raquel asustada.
- La mujer de los bolsillos ha existido desde que yo era pequeña. Dicen que se pasea por las calles y cuando oye a un niño llorar, gritar o protestar, se sube a las ventanas de las casas y se lo lleva dentro de uno de sus bolsillos.
- ¿Y dónde vive la mujer de los bolsillos?
- Creo que fue Jaime el policía el primero en ver su escondite. Una casa en ruinas justo en medio del bosque de la Luna Pálida. Allí vive con diez gatos pelones, tres perros pulgosos, cinco gallinas desplumadas, una rana y una lagartija.
- Mamá... ¿ Y cómo es la mujer de los bolsillos?
- Yo no la he visto nunca, pero dicen que es una mujer muy sucia, tiene el cabello colorado, largo y enredado, los ojos pequeños, la nariz larga, la cara llena de granos y le faltan la mitad de los dientes.
- ¿Y porqué odia tanto a los niños?
- Siempre ha sido muy antipática. Nunca le han gustado las criaturas. Desde que era pequeña, cuando iba a la escuela, todos se reían de su abrigo lleno de bolsillos. Era una niña solitaria que sólo hablaba con los animales, y eso la convirtió en lo que ahora es: una bruja.
"Mañana iré al bosque de la Luna Pálida a ver si todo lo que me ha dicho mamá es verdad" - Pensó Raquel mientras su madre le daba un beso de buenas noches.
Se lo diría a David, seguro que él le acompañaría.
Y así fue al día siguiente los dos caminaron y caminaron por el bosque hasta que por fin, entre los árboles encontraron la casa. Pero la casa ni estaba en ruinas ni era tenebrosa. En la puerta había una mujer con un gatito en brazos, pero ni era fea y no parecía antipática. Hasta tenía cara de buena persona. Raquel y David se acercaron a la mujer despacio y asustados, pero enseguida se dieron cuenta de que no era peligrosa.
- Bienvenidos a mi casa, dijo la mujer con una gran sonrisa.
-"No le falta ningún diente", pensó Raquel.
- ¿E...e... eres la mujer de los bolsillos?- Preguntó David balbuceando y la mujer dijo que sí con la cabeza.
- Pero si tienes una casa muy bonita, y no pareces una bruja, aseguró Raquel
- ¿Por qué todo el mundo te tiene miedo?
- ¿ te pones a los niños en los bolsillos?
La mujer empezó a reírse sin parar, y les enseñó lo que llevaba dentro de los bolsillos: sólo eran caramelos de todos los gustos, piruletas, chocolatinas, regaliz, bombones, todas las golosinas que os podáis imaginar. Que equivocada que estaba su madre. María, que así se llamaba , era la mujer más dulce que nunca había conocido.
Raquel tenía que resolver aquella injusticia, María merecía ser conocida por todos en el pueblo, adultos incluidos, así nunca más asustarían a los niños con su persona.
Lo primero que se le ocurrió fue reunir a todos los niños y niñas en la plaza mayor para que la conocieran. María repartió caramelos y sonrisas a todos aquellos que se le acercaban, pequeños y grandes. Y a partir de aquel día, la mujer de los bolsillos fue querida por todos, y ya nadie le tuvo miedo.
FIN.
Pepa Mayo (España).
Shiva una perrita con suerte
Me llamo Shiva, soy una perrita color canela. Soy muy inteligente porque voy a la escuela. Cuando era muy chiquita me separaron de mi mamá. Estaba muy enferma y no me podía cuidar. Sola anduve por la calle, entre la gente y nadie me podía ayudar. Pasé frío, hambre, sueño y miedo de tanto andar. Un día de mucha lluvia torrencial, me escondí del mundo, y mis ojos lloraron entre los truenos y sólo le pedía a la vida una familia que cuidara de mí y me quisiera tanto como yo las querría si la tuviera conmigo. Tiritaba de frío y me puse enferma. Empecé a perder mi pelo y me picaba todo el cuerpo.
Al salir de mi cobijo la gente me miraba y salía huyendo. Pude ver mi imagen en un escaparate y la verdad daba miedo: flaca por el hambre, sucia, mojada y con poco pelo.
Esta historia que parece triste no lo es, porque después de tanto vagar, sufrir y llorar, con una familia dulce me crucé, y ellos en mis padres se convirtieron, a pesar de no ser perritos como yo.
En la actualidad soy una perra mimada, de pelo sedoso y con una cola como un plumero llena de pelos. Soy tan feliz como una perdiz al ser un integrante de esta familia de humanos, tanto que a veces hasta me olvido de ladrar, pero no me importa porque con caricias y besos me sé comunicar.
He viajado mucho, cruzado el océano en avión, he ido a la montaña, perseguido patitos en el lago para jugar, palomas en la plaza para asustar, he corrido en valles entre ovejas, he ido a la playa y nadado con las olas en el mar. Mi momento preferido es salir a pasear al parque y revolcarme en el césped.
He conocido mucha gente, he hecho amigos perritos en cada sitio que hemos visitado y nunca me faltó cobijo, mimos, un techo calentito, comida, risas, juegos, amor y seguridad.
No importa cuan duro haya sido un momento de mi vida, lo importante es que hoy conozco la felicidad, la vida me supo escuchar y una familia me regaló y yo como no soy tonta lo supe valorar, y con alegría disfrutar.
FIN.
Florencia Moragas(Argentina).
El Gigante tragón
Érase una vez una abuelita que vivía con sus tres nietas. Las tres niñas ayudaban en las tareas del hogar por el cariño que sentían a su abuela. Un día la abuelita les dijo que en cuanto acabaran cada una de ellas su faena de la casa, podían bajar a la bodega a merendar pan con miel.
Al poco rato la pequeña de las tres hermanas acabó su labor y marchó a la bodega.
Nada más llegar, en la puerta y sin llegar a entrar, escuchó una voz que cantaba:
- Pequeña, pequeñita, no vengas acá, tralará, tralará...
-¿De dónde ha salido esa voz?, se preguntó la pequeña, y decidió entrar.
Zas!! en ese mismo momento el gigante Tragón la metió en un saco y la cerró.
Al cabo de media hora, la hermana mediana acabó su labor y le dijo a su abuelita que marchaba a merendar pan con miel a la bodega.
-Está bien - le dijo la abuelita - y de paso dile a tu hermana que está tardando demasiado en volver a casa.
-Muy bien abuela, se lo diré.
En cuanto llegó a la puerta de la bodega, justo antes de entrar, escuchó una voz que cantaba:
-Mediana, medianita, no vengas acá, tralará, tralará...
-¿Quién anda ahí? Preguntó la niña, y aunque no escuchó respuesta, decidió entrar.
Zas!! De nuevo el gigante Tragón encerró a la hermana mediana en el saco junto a la pequeña.
Pasado ya mediodía, la abuela se acercó a la hermana mayor y le preguntó -¿Todavía no has acabado?
-Me falta poco abuelita, ya voy.
-Hazme un favor, déjalo ya, acércate a la bodega a ver que hacen tus hermanas, se está haciendo muy tarde...
Y así lo hizo, pero cuando llegó a la puerta de la bodega pudo oír a alguien cantar:
-Mayor, mayorcita, no vengas acá, tralará, tralará...
Con toda curiosidad se acercó y Zas!!! Las tres hermanas acabaron en el saco del gigante Tragón.
Con toda la preocupación del mundo la abuelita salió a buscar a sus nietas, y al llegar a la puerta de la bodega escuchó cantar:
-Abuela, abuelita, no vengas acá, tralará, tralará...
-Ay Dios mío, mis niñas, seguro que ese gigante Tragón las ha cogido...
Pues la abuelita ya conocía al malvado gigante.
Corrió y corrió en busca de ayuda pero no encontró a nadie, y sentada en una roca llorando por sus nietas, se le acercó una avispa a preguntar:
-Ancianita, ¿qué le sucede? ¿Se encuentra usted bien?
-Mis nietas, las ha raptado el gigante Tragón, pobrecitas mías.
-No se preocupe abuelita, ese malvado tendrá su merecido.
Enseguida la avispa avisó a todas sus amigas del enjambre, y con voz de ataque gritaron:
-Vamos a por ese gigante malvado, hay que darle su merecido, ¡¡¡adelante compañeras!!!!
En el momento que el gigante Tragón salía de la bodega camino al bosque, todas las avispas empezaron a picotearle sin parar. Éste salió corriendo temeroso de los picotazos y olvidándose allá mismo del saco con las tres pequeñas. Las niñas pudieron salvarse de las garras del gigante Tragón gracias a unas avispas muy avispadas.
Finalmente, la abuelita y sus tres adorables nietas marcharon a casa para merendar un rico pan con miel.
FIN.
Raquel Fernández Pérez (España).
Al poco rato la pequeña de las tres hermanas acabó su labor y marchó a la bodega.
Nada más llegar, en la puerta y sin llegar a entrar, escuchó una voz que cantaba:
- Pequeña, pequeñita, no vengas acá, tralará, tralará...
-¿De dónde ha salido esa voz?, se preguntó la pequeña, y decidió entrar.
Zas!! en ese mismo momento el gigante Tragón la metió en un saco y la cerró.
Al cabo de media hora, la hermana mediana acabó su labor y le dijo a su abuelita que marchaba a merendar pan con miel a la bodega.
-Está bien - le dijo la abuelita - y de paso dile a tu hermana que está tardando demasiado en volver a casa.
-Muy bien abuela, se lo diré.
En cuanto llegó a la puerta de la bodega, justo antes de entrar, escuchó una voz que cantaba:
-Mediana, medianita, no vengas acá, tralará, tralará...
-¿Quién anda ahí? Preguntó la niña, y aunque no escuchó respuesta, decidió entrar.
Zas!! De nuevo el gigante Tragón encerró a la hermana mediana en el saco junto a la pequeña.
Pasado ya mediodía, la abuela se acercó a la hermana mayor y le preguntó -¿Todavía no has acabado?
-Me falta poco abuelita, ya voy.
-Hazme un favor, déjalo ya, acércate a la bodega a ver que hacen tus hermanas, se está haciendo muy tarde...
Y así lo hizo, pero cuando llegó a la puerta de la bodega pudo oír a alguien cantar:
-Mayor, mayorcita, no vengas acá, tralará, tralará...
Con toda curiosidad se acercó y Zas!!! Las tres hermanas acabaron en el saco del gigante Tragón.
Con toda la preocupación del mundo la abuelita salió a buscar a sus nietas, y al llegar a la puerta de la bodega escuchó cantar:
-Abuela, abuelita, no vengas acá, tralará, tralará...
-Ay Dios mío, mis niñas, seguro que ese gigante Tragón las ha cogido...
Pues la abuelita ya conocía al malvado gigante.
Corrió y corrió en busca de ayuda pero no encontró a nadie, y sentada en una roca llorando por sus nietas, se le acercó una avispa a preguntar:
-Ancianita, ¿qué le sucede? ¿Se encuentra usted bien?
-Mis nietas, las ha raptado el gigante Tragón, pobrecitas mías.
-No se preocupe abuelita, ese malvado tendrá su merecido.
Enseguida la avispa avisó a todas sus amigas del enjambre, y con voz de ataque gritaron:
-Vamos a por ese gigante malvado, hay que darle su merecido, ¡¡¡adelante compañeras!!!!
En el momento que el gigante Tragón salía de la bodega camino al bosque, todas las avispas empezaron a picotearle sin parar. Éste salió corriendo temeroso de los picotazos y olvidándose allá mismo del saco con las tres pequeñas. Las niñas pudieron salvarse de las garras del gigante Tragón gracias a unas avispas muy avispadas.
Finalmente, la abuelita y sus tres adorables nietas marcharon a casa para merendar un rico pan con miel.
FIN.
Raquel Fernández Pérez (España).
El Ratón Enriqueto
Enriqueto era un ratoncito tímido, de pelaje negro, dientes torcidos, ojos bizcos y oreja maltrecha. Se quedó huérfano de padre y madre y creció en compañía de otros ratones que hacían lo que podían para sobrevivir en un mercado de la ciudad de Guatemala.
El día de Nochebuena, como de costumbre tenían hambre y decidieron salir a buscar comida entre los desperdicios de los contenedores que la gente iba llenando alrededor del mercado. Nuestro amigo Enriqueto, que era muy hábil para detectar olores y sabores, era el jefe de la cuadrilla de buscadores y el que más y mejor comida conseguía para la familia ratonil. Esa mañana logró reunir trozos de jamón, pizza, chorizo, frijoles volteados, nachos, platanitos cocidos, pan francés y unas cuantas galletas navideñas.
- ¡Qué placer!, dijo Enriqueto. Todos sus amigos se reunieron y empezaron su banquete navideño. Comieron hasta que casi reventaban sus panzas rechonchas y peludas.
Al filo de las 8 de la noche, ya ni se movieron en sus cuevas de lo llenos que estaban. Sin embargo, Enriqueto decidió salir a ver si conseguía algo de postre. Cuando estaba por allí merodeando… ¡¡¡PUM!!!... lo atropelló un coche. Salió disparado al otro lado de la carretera y notó que algo caliente le salía del cuerpo. Tiene que ser sangre. Dios mío...me estoy muriendo... a donde iré a ir a parar: al cielo de los ratones o allí abajo ¿donde se asan?..., empezó a pensar Enriqueto.
En esas estaba cuando ya no sintió nada más y desfalleció.... Cuando por fin abrió sus ojos, se vio rodeado de ratones vestidos de blanco, y dijo: "Entonces sí me morí y debo estar en el cielo". De pronto uno de ellos le habló, diciendo:
- ¡¡Manito Enriqueto...por fin abriste tus ojos...estás vivo!!
Un buen susto fue el que se llevó Enriqueto. Y lo que realmente había pasado fue que cuando sus compañeros oyeron que un coche se había estrellado contra el contenedor de basura que registraba Enriqueto, le vieron tendido en la acera. Inmediatamente lo cogieron y se lo llevaron a su cueva, le frotaron con alcohol el pecho, le estiraron las piernas y lo calentaron con mentol y candelas para que entrara en calor.
Enriqueto, al verse vivo, no paraba de llorar de la alegría y juró no volver a portarse mal y ser tan glotón y comilón. FIN.
Moraleja: La gula no es buena, siempre nos meterá en problemas. Come con moderación y da gracias a Dios por lo que envía a tu mesa.
FIN.
Moraleja: La gula no es buena, siempre nos meterá en problemas. Come con moderación y da gracias a Dios por lo que envía a tu mesa.
Johanna Martínez de Imeri (Guatemala).
El día de Nochebuena, como de costumbre tenían hambre y decidieron salir a buscar comida entre los desperdicios de los contenedores que la gente iba llenando alrededor del mercado. Nuestro amigo Enriqueto, que era muy hábil para detectar olores y sabores, era el jefe de la cuadrilla de buscadores y el que más y mejor comida conseguía para la familia ratonil. Esa mañana logró reunir trozos de jamón, pizza, chorizo, frijoles volteados, nachos, platanitos cocidos, pan francés y unas cuantas galletas navideñas.
- ¡Qué placer!, dijo Enriqueto. Todos sus amigos se reunieron y empezaron su banquete navideño. Comieron hasta que casi reventaban sus panzas rechonchas y peludas.
Al filo de las 8 de la noche, ya ni se movieron en sus cuevas de lo llenos que estaban. Sin embargo, Enriqueto decidió salir a ver si conseguía algo de postre. Cuando estaba por allí merodeando… ¡¡¡PUM!!!... lo atropelló un coche. Salió disparado al otro lado de la carretera y notó que algo caliente le salía del cuerpo. Tiene que ser sangre. Dios mío...me estoy muriendo... a donde iré a ir a parar: al cielo de los ratones o allí abajo ¿donde se asan?..., empezó a pensar Enriqueto.
En esas estaba cuando ya no sintió nada más y desfalleció.... Cuando por fin abrió sus ojos, se vio rodeado de ratones vestidos de blanco, y dijo: "Entonces sí me morí y debo estar en el cielo". De pronto uno de ellos le habló, diciendo:
- ¡¡Manito Enriqueto...por fin abriste tus ojos...estás vivo!!
Un buen susto fue el que se llevó Enriqueto. Y lo que realmente había pasado fue que cuando sus compañeros oyeron que un coche se había estrellado contra el contenedor de basura que registraba Enriqueto, le vieron tendido en la acera. Inmediatamente lo cogieron y se lo llevaron a su cueva, le frotaron con alcohol el pecho, le estiraron las piernas y lo calentaron con mentol y candelas para que entrara en calor.
Enriqueto, al verse vivo, no paraba de llorar de la alegría y juró no volver a portarse mal y ser tan glotón y comilón. FIN.
Moraleja: La gula no es buena, siempre nos meterá en problemas. Come con moderación y da gracias a Dios por lo que envía a tu mesa.
FIN.
Moraleja: La gula no es buena, siempre nos meterá en problemas. Come con moderación y da gracias a Dios por lo que envía a tu mesa.
Johanna Martínez de Imeri (Guatemala).
Chaquiro, la increíble historia de un león
Hace mucho tiempo, en un lugar de la sabana africana, al sur del desierto del Sahara, nació Chaquiro; un cachorro de león muy especial. Su tamaño era tan menudo que la madre, a las tres semanas de su nacimiento, se sintió obligada a abandonarlo a su destino; y esto, que parece un gesto de incomprensible atrocidad, era la única solución para esta leona que por cierto no podía amamantar una camada tan numerosa; y como por la ley de la naturaleza la fuerza es el principio de la supervivencia, la elección cayó sobre el elemento más débil; ya que de todos modos habría sido el primero en caer en un ambiente tan peligroso; así que una noche, mientras que el pobre leoncito dormía inconsciente de todo, lo cogió con dulzura y lo llevó tan lejos de la cueva, que éste nunca habría podido volver a su hogar. Lo escondió detrás de un matorral que se hallaba a los pies de una pared rocosa, dejándolo con un último beso y la esperanza de que madre naturaleza le hubiera atendido más que cuanto ella pudo hacer; y mientras que la pobre criatura seguía dormida, se alejaba volviéndose cada tres pasos maldiciéndose por tan cruel decisión.
Fue una noche muy silenciosa, y por lo menos el sueño de un inocente tan desafortunado no fue molestado. Al amanecer, Chaquiro despertó como siempre guardando los ojos cerrados durante varios minutos; era un leoncito muy tranquilo y apaciguado. Pero aquel día, un insólito silencio le extrañó mucho; fue inmediato su temor. Abrió los ojos, y al comprobar su sensación, salió corriendo a la luz del sol. Le era imposible comprender; se encontraba en un lugar del todo desconocido, y sobre todo, estaba completamente solo; no veía nadie a su alrededor. Por primera vez en su vida conoció el miedo y la incertidumbre. Lanzó un grito por si acaso la madre le hubiera oído, y lanzó otros, y siguió gritando y llorando durante horas sin que nadie acudiera a sus llamadas. Estaba tan asustado que no se alejaba más de un metro de su precioso refugio. Con el pasar de las horas sus quejas se hacían cada vez más raras y débiles, y al bajar del sol se desanimó por completo.
Estaba acurrucado bajo la tímida luz de la luna, con la mirada perdida en el vacío, cuando una sombra se le puso ante los ojos.
– ¡mamá! –gritó dichoso levantándose.
Un animal con manto de rayas lo miraba guardándose a tres metros de distancia. Era Manila, una hembra de cebra que durante horas había escuchado, escondida detrás de una roca, los gritos del pequeño, y esperaba el momento más oportuno para acercarse. Chaquiro la miraba algo sorprendido, y por cuanto estaba asustado, de alguna manera se sentía atraído por ella; necesitaba su ayuda, la de una hembra adulta, Manila, que por no poder tener hijos, habría deseado tanto llevarse consigo aquel tierno cachorro; pero como seguía recelando la vuelta de la madre a rescatarlo, tuvo miedo; y por eso, atormentada por tantas dudas y perplejidades, acabó a su pesar por dejarlo ahí.
Pasó otra noche y otro día, y Chaquiro seguía parado en el mismo sitio sin perder la esperanza de que la madre hubiera vuelto a recogerlo. A la puesta, cuando ya estaba medio dormido, de repente sintió algo arrastrarse por el suelo; se irguió de golpe, y al verse cara a cara con una culebra en pie de guerra, dio un paso atrás; solo él sabía cuanto le temblaban las piernas en aquel momento, pero no podía evitar el combate, y como llevado por su misma naturaleza que aún desconocía, el león supo portarse como tal; luchó con todas sus fuerzas para salvarse la vida, y a lo largo de una dura batalla, logró derrotar a la sierpe envenenada.
Después de asegurarse de que ya no había peligro, al dar media vuelta en dirección al matorral, se encontró delante otra vez aquel extraño animal. Manila había vuelto. Tan segura estaba, de que la madre ya no volvería, que se decidió a llevarse a la criatura consigo; el único problema quedaba convencer a la manada, pero esto no le preocupaba demasiado; cogió el pequeño sin pensarlo, y echó a correr. Conocía una cueva a dos horas de marcha, y lo habría criado allí; todo a escondidas; nadie la habría descubierto. Chaquiro se dejaba llevar sin soltar una queja. Aunque de este animal no sabía nada, en aquel momento se sentía al seguro, y aliviado, porque ya no estaría solo; y eso le daba consuelo.
Por fin llegaron a la cueva, donde el cachorro, brincando y jugueteando, mostraba sentirse a su gusto; era muy parecida a su viejo hogar. La cebra en cambio, mirando a la luna, se puso algo inquieta; se le había hecho muy tarde, y tenía que agregarse a la manada. Habría vuelto el día siguiente, pero mientras que intentaba explicárselo a Chaquiro, éste la miraba algo distraído; y al divisarle las ubres, empujado por el instinto y el hambre, se le aferró de inmediato. En aquel momento, Manila se sintió madre de verdad; nunca había probado una emoción tan grande. El corazón se le llenó de amor hacia aquella criatura que quien sabe si un día, por causa de su índole natural, no se le habría metido contra. Se detuvo mucho más de cuanto podía; esperó que el pequeño se durmiera y se marchó. Desde el día siguiente, Manila, se ocupó de él en todas sus necesidades; era una óptima madre. Pero con el pasar del tiempo, los problemas se le complicaron un poco, ya que el leoncito, haciéndose cada vez más grande y fuerte, empezaba a necesitar alimentos diferentes a la leche recibida hasta aquel momento; así que la cebra tuvo que ingeniarse, y como un buitre, iba a robar los restos de las comidas de los leones. Toda la carne que Manila le llevaba, Chaquiro se la devoraba en un instante, y con el tiempo el felino aprendió hábilmente a procurarse la comida por su cuenta. Por el hecho de vivir muchos ratos a solas, se había vuelto mucho más listo que cualquiera de los leones de la sabana. A la edad de cuatro años, era una fiera enorme y fuerte, y a pesar de su naturaleza seguía queriendo a Manila como si fuera su verdadera madre, y nunca se habría permitido comer carne de sus parecidos. Pero en la manada, alguien había descubierto el secreto de Manila, y como según las razones de los ancianos, un día no muy lejano este león se habría vuelto muy peligroso para toda la comunidad, la obligaron a dejar de verlo; pero ella se rebeló a esto, y como no quiso obedecer a las órdenes, la encerraron amenazándola de no liberarla hasta que no hubiera abandonado esa absurda idea de tener un hijo león.
Chaquiro, después de varios días sin verla, empezó a preocuparse, y fue a buscarla. Entre tanto, en el campo donde estaban las cebras, irrumpió brutalmente una manada de leones. Las cebras empezaron a correr dondequiera olvidándose de Manila, que aún encerrada no podía huir de ninguna parte; y de tal situación se aprovecharon los felinos, que al ver a la yegua ya inmovilizada, la circundaron, despreocupándose de las demás. La pobre presa gritaba por el miedo, y como Chaquiro, que ya estaba muy cerca del campo, la oyó, acudió de carrera a su llamada; y viéndola en peligro lanzó un rugido tan fuerte que incluso los leones más feroces se quedaron petrificados. Se acercó rápidamente fijándose en ellos que ya estaban a punto de atacarla, y se les puso delante guardando Manila a sus espaldas, y rugiendo de nuevo y aún más fuerte que antes intentaba disuadirlos, pero ellos eran muchos, y hambrientos; demasiado para que dieran marcha atrás. Pues les habría sido imposible salvarse; si no fue por aquella leona, una fiera enloquecida, que de entre la feroz pandilla, empezó a lanzarse contra todas y todos; nadie podía imaginar lo que le pasaba. Solo Manila comprendió:
– ¡Es tu madre! –le dijo a Chaquiro rompiendo en su compleja reflexión.
Chaquiro no movió ni un paso; se quedó parado observando la batalla. Sentíase trastornado por antiguos sentimientos, de odio y amor, que lo atormentaban desde siempre por causa de aquella hembra de león; y fue sólo cuando la vio herida al suelo que se lanzó en su ayuda. Los leones retrocedieron; y arrepentidos por haber pegado tan duramente una hembra de su propia manada, se retiraron. Chaquiro se agachó al suelo llorando con el hocico pegado a el de su madre que aquel día había sacrificado su vida por la suya, y por la de sus hermanitos un tiempo; y sintiéndose por ella amado por fin, su único deseo fue acompañarla por lo menos en sus últimos respiros. Las cebras, que ya no le tenían miedo a este virtuoso león, adelantaron muy cuidadosamente algo sentidas por lo acontecido; y desde el día siguiente, Chaquiro no sólo fue legitimado como hijo de Manila, sino que además, fue nombrado como protector y miembro honorario de la manada. Sin embargo, prefirió seguir con su vida de siempre, en su preciada cueva, donde Manila siguió visitándole como antes; y aunque él nunca fue visto en la cercanía del campo, dicen que desde entonces, mientras Chaquiro vivió, ni una fiera se atrevió a tocar una cebra en este lugar.
Lodetti Simone (Italia).
Fue una noche muy silenciosa, y por lo menos el sueño de un inocente tan desafortunado no fue molestado. Al amanecer, Chaquiro despertó como siempre guardando los ojos cerrados durante varios minutos; era un leoncito muy tranquilo y apaciguado. Pero aquel día, un insólito silencio le extrañó mucho; fue inmediato su temor. Abrió los ojos, y al comprobar su sensación, salió corriendo a la luz del sol. Le era imposible comprender; se encontraba en un lugar del todo desconocido, y sobre todo, estaba completamente solo; no veía nadie a su alrededor. Por primera vez en su vida conoció el miedo y la incertidumbre. Lanzó un grito por si acaso la madre le hubiera oído, y lanzó otros, y siguió gritando y llorando durante horas sin que nadie acudiera a sus llamadas. Estaba tan asustado que no se alejaba más de un metro de su precioso refugio. Con el pasar de las horas sus quejas se hacían cada vez más raras y débiles, y al bajar del sol se desanimó por completo.
Estaba acurrucado bajo la tímida luz de la luna, con la mirada perdida en el vacío, cuando una sombra se le puso ante los ojos.
– ¡mamá! –gritó dichoso levantándose.
Un animal con manto de rayas lo miraba guardándose a tres metros de distancia. Era Manila, una hembra de cebra que durante horas había escuchado, escondida detrás de una roca, los gritos del pequeño, y esperaba el momento más oportuno para acercarse. Chaquiro la miraba algo sorprendido, y por cuanto estaba asustado, de alguna manera se sentía atraído por ella; necesitaba su ayuda, la de una hembra adulta, Manila, que por no poder tener hijos, habría deseado tanto llevarse consigo aquel tierno cachorro; pero como seguía recelando la vuelta de la madre a rescatarlo, tuvo miedo; y por eso, atormentada por tantas dudas y perplejidades, acabó a su pesar por dejarlo ahí.
Pasó otra noche y otro día, y Chaquiro seguía parado en el mismo sitio sin perder la esperanza de que la madre hubiera vuelto a recogerlo. A la puesta, cuando ya estaba medio dormido, de repente sintió algo arrastrarse por el suelo; se irguió de golpe, y al verse cara a cara con una culebra en pie de guerra, dio un paso atrás; solo él sabía cuanto le temblaban las piernas en aquel momento, pero no podía evitar el combate, y como llevado por su misma naturaleza que aún desconocía, el león supo portarse como tal; luchó con todas sus fuerzas para salvarse la vida, y a lo largo de una dura batalla, logró derrotar a la sierpe envenenada.
Después de asegurarse de que ya no había peligro, al dar media vuelta en dirección al matorral, se encontró delante otra vez aquel extraño animal. Manila había vuelto. Tan segura estaba, de que la madre ya no volvería, que se decidió a llevarse a la criatura consigo; el único problema quedaba convencer a la manada, pero esto no le preocupaba demasiado; cogió el pequeño sin pensarlo, y echó a correr. Conocía una cueva a dos horas de marcha, y lo habría criado allí; todo a escondidas; nadie la habría descubierto. Chaquiro se dejaba llevar sin soltar una queja. Aunque de este animal no sabía nada, en aquel momento se sentía al seguro, y aliviado, porque ya no estaría solo; y eso le daba consuelo.
Por fin llegaron a la cueva, donde el cachorro, brincando y jugueteando, mostraba sentirse a su gusto; era muy parecida a su viejo hogar. La cebra en cambio, mirando a la luna, se puso algo inquieta; se le había hecho muy tarde, y tenía que agregarse a la manada. Habría vuelto el día siguiente, pero mientras que intentaba explicárselo a Chaquiro, éste la miraba algo distraído; y al divisarle las ubres, empujado por el instinto y el hambre, se le aferró de inmediato. En aquel momento, Manila se sintió madre de verdad; nunca había probado una emoción tan grande. El corazón se le llenó de amor hacia aquella criatura que quien sabe si un día, por causa de su índole natural, no se le habría metido contra. Se detuvo mucho más de cuanto podía; esperó que el pequeño se durmiera y se marchó. Desde el día siguiente, Manila, se ocupó de él en todas sus necesidades; era una óptima madre. Pero con el pasar del tiempo, los problemas se le complicaron un poco, ya que el leoncito, haciéndose cada vez más grande y fuerte, empezaba a necesitar alimentos diferentes a la leche recibida hasta aquel momento; así que la cebra tuvo que ingeniarse, y como un buitre, iba a robar los restos de las comidas de los leones. Toda la carne que Manila le llevaba, Chaquiro se la devoraba en un instante, y con el tiempo el felino aprendió hábilmente a procurarse la comida por su cuenta. Por el hecho de vivir muchos ratos a solas, se había vuelto mucho más listo que cualquiera de los leones de la sabana. A la edad de cuatro años, era una fiera enorme y fuerte, y a pesar de su naturaleza seguía queriendo a Manila como si fuera su verdadera madre, y nunca se habría permitido comer carne de sus parecidos. Pero en la manada, alguien había descubierto el secreto de Manila, y como según las razones de los ancianos, un día no muy lejano este león se habría vuelto muy peligroso para toda la comunidad, la obligaron a dejar de verlo; pero ella se rebeló a esto, y como no quiso obedecer a las órdenes, la encerraron amenazándola de no liberarla hasta que no hubiera abandonado esa absurda idea de tener un hijo león.
Chaquiro, después de varios días sin verla, empezó a preocuparse, y fue a buscarla. Entre tanto, en el campo donde estaban las cebras, irrumpió brutalmente una manada de leones. Las cebras empezaron a correr dondequiera olvidándose de Manila, que aún encerrada no podía huir de ninguna parte; y de tal situación se aprovecharon los felinos, que al ver a la yegua ya inmovilizada, la circundaron, despreocupándose de las demás. La pobre presa gritaba por el miedo, y como Chaquiro, que ya estaba muy cerca del campo, la oyó, acudió de carrera a su llamada; y viéndola en peligro lanzó un rugido tan fuerte que incluso los leones más feroces se quedaron petrificados. Se acercó rápidamente fijándose en ellos que ya estaban a punto de atacarla, y se les puso delante guardando Manila a sus espaldas, y rugiendo de nuevo y aún más fuerte que antes intentaba disuadirlos, pero ellos eran muchos, y hambrientos; demasiado para que dieran marcha atrás. Pues les habría sido imposible salvarse; si no fue por aquella leona, una fiera enloquecida, que de entre la feroz pandilla, empezó a lanzarse contra todas y todos; nadie podía imaginar lo que le pasaba. Solo Manila comprendió:
– ¡Es tu madre! –le dijo a Chaquiro rompiendo en su compleja reflexión.
Chaquiro no movió ni un paso; se quedó parado observando la batalla. Sentíase trastornado por antiguos sentimientos, de odio y amor, que lo atormentaban desde siempre por causa de aquella hembra de león; y fue sólo cuando la vio herida al suelo que se lanzó en su ayuda. Los leones retrocedieron; y arrepentidos por haber pegado tan duramente una hembra de su propia manada, se retiraron. Chaquiro se agachó al suelo llorando con el hocico pegado a el de su madre que aquel día había sacrificado su vida por la suya, y por la de sus hermanitos un tiempo; y sintiéndose por ella amado por fin, su único deseo fue acompañarla por lo menos en sus últimos respiros. Las cebras, que ya no le tenían miedo a este virtuoso león, adelantaron muy cuidadosamente algo sentidas por lo acontecido; y desde el día siguiente, Chaquiro no sólo fue legitimado como hijo de Manila, sino que además, fue nombrado como protector y miembro honorario de la manada. Sin embargo, prefirió seguir con su vida de siempre, en su preciada cueva, donde Manila siguió visitándole como antes; y aunque él nunca fue visto en la cercanía del campo, dicen que desde entonces, mientras Chaquiro vivió, ni una fiera se atrevió a tocar una cebra en este lugar.
Lodetti Simone (Italia).
La laguna de los juncos
Cada vez que salíamos a cabalgar terminábamos alrededor de la laguna. En dos años que estuve viviendo en esa chacra siempre la vi calma, serena, mansa… Lo que me impresionaba era el color sombrío que esa calma tomaba cuando el sol se ponía en el horizonte.
Algunas veces nuestro paseo, me refiero al que dábamos todas las tardes mis dos alumnos y yo, se convertía en una difícil tarea: teníamos que rescatar de la laguna alguna vaca o algún ternero que al internarse demasiado había quedado aprisionado en el barro del fondo. El animal que hallábamos en esa condición, también estaba como la laguna: tranquilo y quieto. Tal vez, nunca tuve la oportunidad de verlo en el momento en que quiso salir y no pudo. Siempre que lo encontrábamos estaba como resignado a permanecer ahí. Entonces, los dos niños, asombrosamente hábiles en esas tareas, se desplegaban y empujaban al animal empantanado con sus propios caballos o lo enlazaban y, desde la orilla, lo iban arrastrando hasta que pudiera moverse por sí solo.
Yo sólo era la espectadora del trabajo, presta a colaborar con lo que fuera necesario: ir a pedir ayuda a la casa o traer alguna cuerda destinada a enlazar el animal… La laguna rodeaba y ocultaba toda esta actividad por el marco que formaban los juncos que tenía a su alrededor. Estos abundaban tanto en ese lugar que una hermosa estancia de la zona tenía ese nombre: Los Juncos.
Cuando mis alumnos iban a la escuela que funcionaba en esa estancia, -cosa que hacían cada quince días para ser evaluados- y el tiempo era agradable, yo me iba sola a la laguna. Acostumbrada a devorar más que a leer una gran cantidad de libros por mes, dejaba que mi imaginación se lanzara libremente por historias leídas y pronto me convertía en la protagonista de las mismas. También solía llevar conmigo un cuaderno pequeño en el que escribía -sin desmontar- algunas ideas que se me ocurrían, mientras el caballo -con las riendas flojas- caminaba lentamente. A partir de ese punto, mi imaginación creaba sus propias novelas.
Uno de esos días en que me encontraba sola –los niños se habían marchado dejándome ensillado uno de mis caballos preferidos-, monté después de la merienda y
enfilé al trotecito para la laguna. Cuando llegué a su orilla, me di cuenta que el silencio era asombroso. Creo que nunca antes había reparado en ese detalle. Una suave brisa movía los delgados y esbeltos juncos. Eran tan elegantes y se movían armoniosamente como si fueran los bailarines de un ballet vegetal. Oscuros, altos y persistentes en su gallardía, me hicieron recordar la frase de Blas Pascal, encontrada en alguno de los tantos libros que había leído: “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco pensante”. Esta comparación expandió mi espíritu pues me hizo pensar que así era yo: una oscura maestra de campo, tan oscura como los juncos, pero, pensante.
Mientras recorría –al paso de mi caballo- la orilla de la laguna, abstraída en estos pensamientos, noté cierto movimiento en medio de la laguna. Me pareció ver la cola de un pez que aparecía y desaparecía fuera del agua. Escuché como un aleteo mezclado con chapoteo. Me detuve. Sabía que en la laguna había nutrias que desaparecían apenas notaban la presencia humana, pero lo que estaba viendo no era una huida de nutria. Ante mi sorpresa apareció la parte superior de un cuerpo humano femenino.
¡Bárbaro! Tengo una vecina que también ama la laguna- me dije.
Detuve mi caballo y me quedé observando sin que me viera. Una hermosa cabeza femenina con largos cabellos, un rostro agradable e infantil. Cada vez que emergía, su pelo brillaba con distintos colores iluminado por los débiles rayos de un sol que ya estaba por desaparecer. Era una niña que se movía como un pez y que subía y bajaba su… ¡cola de pez! ¡Era una sirena! ¡En la laguna había una sirena! ¡Entonces existen!, pensé. Mi corazón casi deja de latir por el impacto de la sorpresa. Lo que yo sabía era que estaban en el fondo del mar y nunca en una laguna… ¿Viviría sola o acompañada por otras iguales que ella? ¿Cómo llegó a la laguna? ¿Por qué antes no la habíamos visto?
Me bajé del caballo, a riesgo de tener que volver a pie hasta la casa, y empecé a hacer señas con mis manos, levantaba los brazos tratando de que me prestara atención… Pero ella, aunque dirigió su cabeza y su mirada en mi dirección, no acusaba recibo; no daba muestras de haber notado mi presencia. Empecé a gritar desesperadamente ¡eh!... ¡eh!... ¡eh!... En el silencio de la tarde ya avanzada, mis gritos sonaban muy raros y un eco suave los imitaba. Hubo como una respuesta de aleteo de teros, patos salvajes y chapoteo de nutrias huyendo desesperadamente. La sirenita seguía jugueteando
apaciblemente en el agua como si una burbuja la encerrara en su mismidad. De pronto, empecé a sentir el galope de los niños que regresaban de su viaje a la escuela. Dudé en contarles lo que había vivido. Recordé que ese paseo lo habíamos hecho juntos los tres y, sin embargo, nunca antes la sirenita se había presentado. Además, si los niños llegaran a dudar de lo que yo les contara, ¿cómo podría luego seguir dándoles clases? Creo que en ese momento se hizo una luz en mi mente. La aparición de la sirenita lagunera era algo que siempre estuvo esperándome. Ese día había sido el elegido por ella para sorprenderme. Lo único que tenía que hacer era recrear esa misma situación algún otro día; volver sola, caminar serenamente y dejar que mi imaginación se expandiera como una flor que se abre al beso del sol al ocultarse. Cuando volviera a suceder, aparecería la sirenita nuevamente. Ese sería mi secreto.
Cuando los niños llegaron donde yo estaba me preguntaron, ¿era usted la que gritaba, seño?
-Sí, ¿quién otro más podía ser? Gritaba para que me vinieran a ayudarme a subir al caballo. Sin pensar me bajé y hace ya un largo rato que intento montar y no puedo.
El mayor de los hermanos me hizo pie y pude volver a montar. Al galope largo enfilamos para la casa.
Ahora espero con ansia que llegué el día en que los niños deberán volver a la escuela. Falta exactamente un mes.
Martha Alicia Lombardelli.(Argentina)
Algunas veces nuestro paseo, me refiero al que dábamos todas las tardes mis dos alumnos y yo, se convertía en una difícil tarea: teníamos que rescatar de la laguna alguna vaca o algún ternero que al internarse demasiado había quedado aprisionado en el barro del fondo. El animal que hallábamos en esa condición, también estaba como la laguna: tranquilo y quieto. Tal vez, nunca tuve la oportunidad de verlo en el momento en que quiso salir y no pudo. Siempre que lo encontrábamos estaba como resignado a permanecer ahí. Entonces, los dos niños, asombrosamente hábiles en esas tareas, se desplegaban y empujaban al animal empantanado con sus propios caballos o lo enlazaban y, desde la orilla, lo iban arrastrando hasta que pudiera moverse por sí solo.
Yo sólo era la espectadora del trabajo, presta a colaborar con lo que fuera necesario: ir a pedir ayuda a la casa o traer alguna cuerda destinada a enlazar el animal… La laguna rodeaba y ocultaba toda esta actividad por el marco que formaban los juncos que tenía a su alrededor. Estos abundaban tanto en ese lugar que una hermosa estancia de la zona tenía ese nombre: Los Juncos.
Cuando mis alumnos iban a la escuela que funcionaba en esa estancia, -cosa que hacían cada quince días para ser evaluados- y el tiempo era agradable, yo me iba sola a la laguna. Acostumbrada a devorar más que a leer una gran cantidad de libros por mes, dejaba que mi imaginación se lanzara libremente por historias leídas y pronto me convertía en la protagonista de las mismas. También solía llevar conmigo un cuaderno pequeño en el que escribía -sin desmontar- algunas ideas que se me ocurrían, mientras el caballo -con las riendas flojas- caminaba lentamente. A partir de ese punto, mi imaginación creaba sus propias novelas.
Uno de esos días en que me encontraba sola –los niños se habían marchado dejándome ensillado uno de mis caballos preferidos-, monté después de la merienda y
enfilé al trotecito para la laguna. Cuando llegué a su orilla, me di cuenta que el silencio era asombroso. Creo que nunca antes había reparado en ese detalle. Una suave brisa movía los delgados y esbeltos juncos. Eran tan elegantes y se movían armoniosamente como si fueran los bailarines de un ballet vegetal. Oscuros, altos y persistentes en su gallardía, me hicieron recordar la frase de Blas Pascal, encontrada en alguno de los tantos libros que había leído: “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco pensante”. Esta comparación expandió mi espíritu pues me hizo pensar que así era yo: una oscura maestra de campo, tan oscura como los juncos, pero, pensante.
Mientras recorría –al paso de mi caballo- la orilla de la laguna, abstraída en estos pensamientos, noté cierto movimiento en medio de la laguna. Me pareció ver la cola de un pez que aparecía y desaparecía fuera del agua. Escuché como un aleteo mezclado con chapoteo. Me detuve. Sabía que en la laguna había nutrias que desaparecían apenas notaban la presencia humana, pero lo que estaba viendo no era una huida de nutria. Ante mi sorpresa apareció la parte superior de un cuerpo humano femenino.
¡Bárbaro! Tengo una vecina que también ama la laguna- me dije.
Detuve mi caballo y me quedé observando sin que me viera. Una hermosa cabeza femenina con largos cabellos, un rostro agradable e infantil. Cada vez que emergía, su pelo brillaba con distintos colores iluminado por los débiles rayos de un sol que ya estaba por desaparecer. Era una niña que se movía como un pez y que subía y bajaba su… ¡cola de pez! ¡Era una sirena! ¡En la laguna había una sirena! ¡Entonces existen!, pensé. Mi corazón casi deja de latir por el impacto de la sorpresa. Lo que yo sabía era que estaban en el fondo del mar y nunca en una laguna… ¿Viviría sola o acompañada por otras iguales que ella? ¿Cómo llegó a la laguna? ¿Por qué antes no la habíamos visto?
Me bajé del caballo, a riesgo de tener que volver a pie hasta la casa, y empecé a hacer señas con mis manos, levantaba los brazos tratando de que me prestara atención… Pero ella, aunque dirigió su cabeza y su mirada en mi dirección, no acusaba recibo; no daba muestras de haber notado mi presencia. Empecé a gritar desesperadamente ¡eh!... ¡eh!... ¡eh!... En el silencio de la tarde ya avanzada, mis gritos sonaban muy raros y un eco suave los imitaba. Hubo como una respuesta de aleteo de teros, patos salvajes y chapoteo de nutrias huyendo desesperadamente. La sirenita seguía jugueteando
apaciblemente en el agua como si una burbuja la encerrara en su mismidad. De pronto, empecé a sentir el galope de los niños que regresaban de su viaje a la escuela. Dudé en contarles lo que había vivido. Recordé que ese paseo lo habíamos hecho juntos los tres y, sin embargo, nunca antes la sirenita se había presentado. Además, si los niños llegaran a dudar de lo que yo les contara, ¿cómo podría luego seguir dándoles clases? Creo que en ese momento se hizo una luz en mi mente. La aparición de la sirenita lagunera era algo que siempre estuvo esperándome. Ese día había sido el elegido por ella para sorprenderme. Lo único que tenía que hacer era recrear esa misma situación algún otro día; volver sola, caminar serenamente y dejar que mi imaginación se expandiera como una flor que se abre al beso del sol al ocultarse. Cuando volviera a suceder, aparecería la sirenita nuevamente. Ese sería mi secreto.
Cuando los niños llegaron donde yo estaba me preguntaron, ¿era usted la que gritaba, seño?
-Sí, ¿quién otro más podía ser? Gritaba para que me vinieran a ayudarme a subir al caballo. Sin pensar me bajé y hace ya un largo rato que intento montar y no puedo.
El mayor de los hermanos me hizo pie y pude volver a montar. Al galope largo enfilamos para la casa.
Ahora espero con ansia que llegué el día en que los niños deberán volver a la escuela. Falta exactamente un mes.
Martha Alicia Lombardelli.(Argentina)
El niño feo
-Te he sido muy sincera... porque te amo.
-¿Me amas...? (Respondió Plinio) ¿Y no quieres nada conmigo? Te parece que soy muy feo ¿verdad? ¡Admítelo!
-Estás acomplejado, Plinio. No eres precisamente una belleza, pero tu alma es fina, eres noble y bueno. Eso es lo que vale.
Retórica. (Respondió el joven) Puras palabras. Pendejadas. Debes saber que yo fui el niño más bello que existía en San Félix. Deslumbraba cuando mi madre me sacaba a pasear en mi cochecito. Pregúntale si quieres a cualquier persona mayor. Indaga, hace unos quince años, quién era el bebé más lindo del poblado. Tengo pruebas.
-Está bien, Plinio. Juro que te creo, pero uno cambia con los años ¿sabes?, y aunque ello no influye en mi negativa a ser tu novia, debes aceptar que eres actualmente el más feo de todos nuestros compañeros. Tengo pruebas.
-¡¿Y eso qué importa?! ¿No acabas de expresar que lo que vale es la bondad e inteligencia? ¿Qué culpa tengo de que haya sucedido aquel accidente?
Trina se quedó expectante. Nunca el chico había dado a entender que había sufrido algún terrible percance. La ingrata faz del muchacho se hacía menos áspera con los recuerdos. Casi agradable con el sufrimiento.
-¿Qué accidente? Nunca me hablaste de eso.
-¡Para qué! ¡Jamás te lo diré! El destino está escrito.
-Cuéntame chico. ¿No soy tu mejor amiga?
El rostro de Plinio se ensombreció aún más. Caviló 20 segundos, sacudió negativamente la cabeza y se tapó la cara con las manos.
Trina, picada gravemente en su naturaleza femenina de infinita curiosidad, pensó (te jodiste chamo, a mí no me vas a dejar estresada). Con voz entrecortada por la... ¿emoción?, ¿tristeza?, ¿frustración?, clamó.
-¡Anda Plinio! ¿Me vas a hacer llorar?.
El joven se limpió unas presuntas lágrimas, ensayó su cara más patética y comenzó su historia.
-Han transcurrido casi exactamente 16 años.
Otros 20 segundos de mutuo silencio.
-Si no fuera por el escándalo que se produjo en el pueblo, el cual todavía perdura, tal vez no me acordaría de nada, pero los relatos y supercherías que aún se cuentan. me hacen recordar el hecho como si hubiese acontecido ayer.
Trina se acercó mimosa al rostro de su amigo y curiosamente ya no lo vio tan repulsivo. No tenía cicatrices ni rastros de traumatismos, quemaduras ni patologías. Nada. Era feo de nacimiento.
Plinio no era malo en el sentido tradicional del término. Sin embargo, su problema sicológico lo obligaba a ser, quizás demasiado pragmático. Se incluía en el trío más destacado del curso. talentoso en sentido total, era el mejor atleta y su presencia en los eventos importantes de la universidad era obligatorio. Nadie se lo explicaba pero el tipo siempre lograba sus propósitos, generalmente (aunque no siempre) en buena lid. Así, nadie entendía cómo Trina, una auténtica princesa se había convertido en su mejor amiga. Era su mejor amiga... pero hasta allí. De aquello... nada. Ni siquiera un casto beso en la mejilla le había propiciado.
El atormentado cerebro del chico ya estaba conspirando. Por las buenas, la beldad tendría que corresponder a su pasión explosiva. Dejó el problema a su computadora mental, infinitamente eficaz.
La cercanía de la bella lo enloquecía. La soledad del entorno contribuía a tejer arabescos fantásticos en la brillante psiquis y él sabía que al procesar cualquier problema o plan, de ahí salía desbastado, pulido y esencialmente solucionado.
Tenían al frente el infinito Mar de las Antillas. A derecha e izquierda, la playa desierta hasta el horizonte. Detrás, el desfiladero con sus dólmenes y menhires naturales, cómplices de las más altas y bajas pasiones.
-¿Qué estás pensando, cariño?
La voz de Trina lo volvió a la realidad, pero pensó (¿Cariño?... Vaya, por lo que veo, la curiosidad es la madre de la pasión)
-Estoy acomodando los acontecimientos para contarte el episodio, La cosa fue así. Como ya te dije, era yo, sin lugar a dudas, el niño más bonito del pueblo. Tengo pruebas. Estas mechas ralas y rebeldes era una melena rubia y dócil. Mis ojos eran azules como los de un ángel. Mi tez, rosada y tersa parecía un melocotón maduro. ¿Mi nariz?, nada que ver con esta pata·e gato aplastada y torcida. Estos dientes, separados e irrecuperables, eran un rosario de perlas margariteñas, perfectos y graciosos (y concluyó con este verso) Hasta ese momento, en fin/ como un rayito de luna/ era yo, sin duda alguna/ un perfecto querubín.
-¡Te salió la vena poética! (dijo la muchacha) y se acercó un poco más.
Como señal premonitoria, la luna, fémina al fin, asomó tímidamente su borde superior en el horizonte. Por supuesto, no quería perderse el bizarro desenlace.
-¿Qué pasó? ¡Qué pasó! gimió Trina, mientras las sombras de la noche diluían la repulsión de aquel rostro torturado, bueno, taimado y pícaro.
-Mi madre me llevó al parque, (continuó Plinio), Era una tarde preciosa del mes de septiembre. Dormido en mi cochecito azul, mi vieja lo estacionó donde está la fuente ¿sabes?, al lado de los bancos y bajo la gigantesca sarrapia. En ese sitio colocaban todos los carritos infantiles, azules para los varones, rosados para las hembritas, mientras las madres parloteaban sentadas en los bancos.
Excitada por la inminente confesión del secreto terrible, Trina acariciaba conmovida el áspero pecho masculino y permitía ya la reciprocidad del muchacho,quien deliberadamente mojaba con sus lágrimas el busto virginal.
-¡Qué pasó! ¿Qué pasó? (Exclamó la chica)
Vámonos, (dijo Plinio), se hace tarde. Mañana te cuento. Y se levantó de un salto.
-¿Estás loco? ¡Ven acá!
La luna, orgullosa de su género se dijo: (Así somos nosotras las féminas. Siempre imponemos nuestro criterio)
Y Trina pensó (que se cree éste que se saldrá con la suya. O conozco el secreto o dejo de llamarme Trina). Atrapó a Plinio por el cinturón y lo obligó a caer de rodillas en la arena terminando suavemente encima de la bella. Al borde del llanto y reticente, el joven se acurrucó nuevamente al lado de la chica, contemplando arrobado los senos impolutos a la luz de la luna.
-¡Vamos! ¿Qué pasó esa tarde, mi amor?
(¡Su amor!, Primera vez que escuchaba esa mágica expresión)
La pasión de Plinio, casi desbordante, fue nuevamente reprimida. Era el fruto prohibido. La reina de las fiestas patronales del poblado. El manjar codiciado por los notables de la comunidad, otro ejemplo de la diversidad racial del país, mezcla de indígenas, negros y europeos.
Siguió el relato.
-En el sitio vivía una mujer misteriosa, la "Negra Hamilton". Misteriosa ella, críptica en sus relaciones y misterioso el bebé que parió. Un niño monstruoso. La Negra Hamilton entraba y salía del pueblo frecuentemente. Era de origen isleño y probablemente de esas islas del Caribe era el demonio que la preñó. Aconteció que en aquella nefasta tarde llevó a su hijo en su cochecito al parque. Justamente donde estábamos mi madre y yo. Acomodó el carrito azul con su bebé dentro ¡al lado del mío! ¡Desgraciada! De inmediato se incorporó a la tertulia general de las mujeres.
El corazón de Trina saltaba de emoción. La noche había entrado. La luna, acostumbrada a esas cosas alrededor del mundo, se ocultó en las nubes, respetuosa del momento íntimo de los jóvenes. Trina, motivada por la tristeza del muchacho, solidaria con su desgracia, mojada por sus lágrimas entregó su corazon a él. También su mente y su cuerpo.
Un minuto después, jadeantes y exultantes, la chica, satisfecha de su capacidad amatoria y, sobre todo, de su talento para arrancar secretos a las almas masculinas, emplazó al mozo.
-Ahora sí. Cuéntamelo todo. ¡Todo!
-Presta atención, pues. Mucha atención.
-La bruja esa, cuando se fue, cambió los coches. Me llevó en mi carrito con ella y dejó el otro con el niño feo. Desapareció del pueblo y quién sabe dónde ando yo ahora por el mundo. Esto que ves ahora es el niño horrible que la bruja abandonó en el parque. ¡Desgraciada!
Jesús Pereira (Venezuela).
-¿Me amas...? (Respondió Plinio) ¿Y no quieres nada conmigo? Te parece que soy muy feo ¿verdad? ¡Admítelo!
-Estás acomplejado, Plinio. No eres precisamente una belleza, pero tu alma es fina, eres noble y bueno. Eso es lo que vale.
Retórica. (Respondió el joven) Puras palabras. Pendejadas. Debes saber que yo fui el niño más bello que existía en San Félix. Deslumbraba cuando mi madre me sacaba a pasear en mi cochecito. Pregúntale si quieres a cualquier persona mayor. Indaga, hace unos quince años, quién era el bebé más lindo del poblado. Tengo pruebas.
-Está bien, Plinio. Juro que te creo, pero uno cambia con los años ¿sabes?, y aunque ello no influye en mi negativa a ser tu novia, debes aceptar que eres actualmente el más feo de todos nuestros compañeros. Tengo pruebas.
-¡¿Y eso qué importa?! ¿No acabas de expresar que lo que vale es la bondad e inteligencia? ¿Qué culpa tengo de que haya sucedido aquel accidente?
Trina se quedó expectante. Nunca el chico había dado a entender que había sufrido algún terrible percance. La ingrata faz del muchacho se hacía menos áspera con los recuerdos. Casi agradable con el sufrimiento.
-¿Qué accidente? Nunca me hablaste de eso.
-¡Para qué! ¡Jamás te lo diré! El destino está escrito.
-Cuéntame chico. ¿No soy tu mejor amiga?
El rostro de Plinio se ensombreció aún más. Caviló 20 segundos, sacudió negativamente la cabeza y se tapó la cara con las manos.
Trina, picada gravemente en su naturaleza femenina de infinita curiosidad, pensó (te jodiste chamo, a mí no me vas a dejar estresada). Con voz entrecortada por la... ¿emoción?, ¿tristeza?, ¿frustración?, clamó.
-¡Anda Plinio! ¿Me vas a hacer llorar?.
El joven se limpió unas presuntas lágrimas, ensayó su cara más patética y comenzó su historia.
-Han transcurrido casi exactamente 16 años.
Otros 20 segundos de mutuo silencio.
-Si no fuera por el escándalo que se produjo en el pueblo, el cual todavía perdura, tal vez no me acordaría de nada, pero los relatos y supercherías que aún se cuentan. me hacen recordar el hecho como si hubiese acontecido ayer.
Trina se acercó mimosa al rostro de su amigo y curiosamente ya no lo vio tan repulsivo. No tenía cicatrices ni rastros de traumatismos, quemaduras ni patologías. Nada. Era feo de nacimiento.
Plinio no era malo en el sentido tradicional del término. Sin embargo, su problema sicológico lo obligaba a ser, quizás demasiado pragmático. Se incluía en el trío más destacado del curso. talentoso en sentido total, era el mejor atleta y su presencia en los eventos importantes de la universidad era obligatorio. Nadie se lo explicaba pero el tipo siempre lograba sus propósitos, generalmente (aunque no siempre) en buena lid. Así, nadie entendía cómo Trina, una auténtica princesa se había convertido en su mejor amiga. Era su mejor amiga... pero hasta allí. De aquello... nada. Ni siquiera un casto beso en la mejilla le había propiciado.
El atormentado cerebro del chico ya estaba conspirando. Por las buenas, la beldad tendría que corresponder a su pasión explosiva. Dejó el problema a su computadora mental, infinitamente eficaz.
La cercanía de la bella lo enloquecía. La soledad del entorno contribuía a tejer arabescos fantásticos en la brillante psiquis y él sabía que al procesar cualquier problema o plan, de ahí salía desbastado, pulido y esencialmente solucionado.
Tenían al frente el infinito Mar de las Antillas. A derecha e izquierda, la playa desierta hasta el horizonte. Detrás, el desfiladero con sus dólmenes y menhires naturales, cómplices de las más altas y bajas pasiones.
-¿Qué estás pensando, cariño?
La voz de Trina lo volvió a la realidad, pero pensó (¿Cariño?... Vaya, por lo que veo, la curiosidad es la madre de la pasión)
-Estoy acomodando los acontecimientos para contarte el episodio, La cosa fue así. Como ya te dije, era yo, sin lugar a dudas, el niño más bonito del pueblo. Tengo pruebas. Estas mechas ralas y rebeldes era una melena rubia y dócil. Mis ojos eran azules como los de un ángel. Mi tez, rosada y tersa parecía un melocotón maduro. ¿Mi nariz?, nada que ver con esta pata·e gato aplastada y torcida. Estos dientes, separados e irrecuperables, eran un rosario de perlas margariteñas, perfectos y graciosos (y concluyó con este verso) Hasta ese momento, en fin/ como un rayito de luna/ era yo, sin duda alguna/ un perfecto querubín.
-¡Te salió la vena poética! (dijo la muchacha) y se acercó un poco más.
Como señal premonitoria, la luna, fémina al fin, asomó tímidamente su borde superior en el horizonte. Por supuesto, no quería perderse el bizarro desenlace.
-¿Qué pasó? ¡Qué pasó! gimió Trina, mientras las sombras de la noche diluían la repulsión de aquel rostro torturado, bueno, taimado y pícaro.
-Mi madre me llevó al parque, (continuó Plinio), Era una tarde preciosa del mes de septiembre. Dormido en mi cochecito azul, mi vieja lo estacionó donde está la fuente ¿sabes?, al lado de los bancos y bajo la gigantesca sarrapia. En ese sitio colocaban todos los carritos infantiles, azules para los varones, rosados para las hembritas, mientras las madres parloteaban sentadas en los bancos.
Excitada por la inminente confesión del secreto terrible, Trina acariciaba conmovida el áspero pecho masculino y permitía ya la reciprocidad del muchacho,quien deliberadamente mojaba con sus lágrimas el busto virginal.
-¡Qué pasó! ¿Qué pasó? (Exclamó la chica)
Vámonos, (dijo Plinio), se hace tarde. Mañana te cuento. Y se levantó de un salto.
-¿Estás loco? ¡Ven acá!
La luna, orgullosa de su género se dijo: (Así somos nosotras las féminas. Siempre imponemos nuestro criterio)
Y Trina pensó (que se cree éste que se saldrá con la suya. O conozco el secreto o dejo de llamarme Trina). Atrapó a Plinio por el cinturón y lo obligó a caer de rodillas en la arena terminando suavemente encima de la bella. Al borde del llanto y reticente, el joven se acurrucó nuevamente al lado de la chica, contemplando arrobado los senos impolutos a la luz de la luna.
-¡Vamos! ¿Qué pasó esa tarde, mi amor?
(¡Su amor!, Primera vez que escuchaba esa mágica expresión)
La pasión de Plinio, casi desbordante, fue nuevamente reprimida. Era el fruto prohibido. La reina de las fiestas patronales del poblado. El manjar codiciado por los notables de la comunidad, otro ejemplo de la diversidad racial del país, mezcla de indígenas, negros y europeos.
Siguió el relato.
-En el sitio vivía una mujer misteriosa, la "Negra Hamilton". Misteriosa ella, críptica en sus relaciones y misterioso el bebé que parió. Un niño monstruoso. La Negra Hamilton entraba y salía del pueblo frecuentemente. Era de origen isleño y probablemente de esas islas del Caribe era el demonio que la preñó. Aconteció que en aquella nefasta tarde llevó a su hijo en su cochecito al parque. Justamente donde estábamos mi madre y yo. Acomodó el carrito azul con su bebé dentro ¡al lado del mío! ¡Desgraciada! De inmediato se incorporó a la tertulia general de las mujeres.
El corazón de Trina saltaba de emoción. La noche había entrado. La luna, acostumbrada a esas cosas alrededor del mundo, se ocultó en las nubes, respetuosa del momento íntimo de los jóvenes. Trina, motivada por la tristeza del muchacho, solidaria con su desgracia, mojada por sus lágrimas entregó su corazon a él. También su mente y su cuerpo.
Un minuto después, jadeantes y exultantes, la chica, satisfecha de su capacidad amatoria y, sobre todo, de su talento para arrancar secretos a las almas masculinas, emplazó al mozo.
-Ahora sí. Cuéntamelo todo. ¡Todo!
-Presta atención, pues. Mucha atención.
-La bruja esa, cuando se fue, cambió los coches. Me llevó en mi carrito con ella y dejó el otro con el niño feo. Desapareció del pueblo y quién sabe dónde ando yo ahora por el mundo. Esto que ves ahora es el niño horrible que la bruja abandonó en el parque. ¡Desgraciada!
Jesús Pereira (Venezuela).
Pedazo...de Terruño.
Pueblo pequeño, terruño ornamentado de silvestres flores y estiércol de ganado. De habitantes a la moda, de camisa guayabera, sombrero voltiao, y abarcas de bejucos entrelazados. Decir algo más del corregimiento de Miúdo, es añadir fantasía de sus hombres enamorados, cantando al son de una guitarra, un trago de aguardiente y el aroma de una morena entre sus brazos.
Miúdo, perdido en la inmensidad del mapa, esta rodeado de almendros, donde los poetas se reúnen bajo sus sombras, para hacer los más bellos versos. Y es que no ha habido otro como ninguno que se le compare, incluso hasta el cura ya senil, es parte de la tradición de esa que los abuelos nos cuenta, al vaivén de una mecedora, fumándose un tabaco casero. Resulta que al cura, un domingo con la iglesia atiborrada de feligreses, confundió el velorio de Don Eújolio, por el santo sacramento del matrimonio, y todos los presentes escucharon tan claro como se los permitía el ruido de los desajustados abanicos, al cura insistir tocando levemente el féretro:
- Si alguien tiene que decir algo en contra de este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.
El calor...ese de las dos y treinta p.m., sofocaba las pretinas de los driles almidonados y una que otra braga expelía el sudor del amanecer de una noche de verano. Nuevamente y a pesar de las insistencias del monaguillo, con su campanilla, el cura continúo.
-Hermanos, si hay alguien en contra de este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre._
Los rostros desfigurados por la rabia, no entendían la liturgia heráldica del mensajero y amenazaban con armar el escándalo, a pesar de los ruegos de la viuda. Las campanas sonaban, reteñían el eco de la montaña, de las soledades, del desconcierto, y aún así, en este pedazo de terruño, el cura persistía.
-No lo repito más...si alguien quiere hablar algo en contra de este matrimonio, que lo diga ahora o calle para siempre._
La estela humarada de los cirios apagados, atemorizo a los presentes y dentro del ataúd perfumado de formol y arsénico el difunto respondió:
-!Ya para que¡
Carlos Alfonso(Colombia).
Miúdo, perdido en la inmensidad del mapa, esta rodeado de almendros, donde los poetas se reúnen bajo sus sombras, para hacer los más bellos versos. Y es que no ha habido otro como ninguno que se le compare, incluso hasta el cura ya senil, es parte de la tradición de esa que los abuelos nos cuenta, al vaivén de una mecedora, fumándose un tabaco casero. Resulta que al cura, un domingo con la iglesia atiborrada de feligreses, confundió el velorio de Don Eújolio, por el santo sacramento del matrimonio, y todos los presentes escucharon tan claro como se los permitía el ruido de los desajustados abanicos, al cura insistir tocando levemente el féretro:
- Si alguien tiene que decir algo en contra de este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.
El calor...ese de las dos y treinta p.m., sofocaba las pretinas de los driles almidonados y una que otra braga expelía el sudor del amanecer de una noche de verano. Nuevamente y a pesar de las insistencias del monaguillo, con su campanilla, el cura continúo.
-Hermanos, si hay alguien en contra de este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre._
Los rostros desfigurados por la rabia, no entendían la liturgia heráldica del mensajero y amenazaban con armar el escándalo, a pesar de los ruegos de la viuda. Las campanas sonaban, reteñían el eco de la montaña, de las soledades, del desconcierto, y aún así, en este pedazo de terruño, el cura persistía.
-No lo repito más...si alguien quiere hablar algo en contra de este matrimonio, que lo diga ahora o calle para siempre._
La estela humarada de los cirios apagados, atemorizo a los presentes y dentro del ataúd perfumado de formol y arsénico el difunto respondió:
-!Ya para que¡
Carlos Alfonso(Colombia).
Aquella mañana
Como lo había hecho tantas veces Carina despertó temprano para escuchar el canto de los pájaros.
Cuando el sol aún no había salido, llego el momento esperado. Gorriones, palomas de monte, calandrias, horneros, “ bichos feos” y cardenales entre otros, se entregaron al unísono en un festival de sonidos en el amanecer del campo.
De pronto, entre todos, le pareció escuchar un sonido nuevo, distinto.
No logrando distinguirlo, corrió a la habitación de sus padres. Ellos le habían enseñado a disfrutar y apreciar el canto de los pájaros desde que tenía memoria.
Despertó a su padre mientras con el dedo índice de la mano derecha le indicaba que hiciera silencio y con el izquierdo señalaba la ventana. El padre comprendió el gesto y se prestó a escuchar.
Ambos quedaron maravillados y extasiados. Era un canto distinto, continuado, dulce y suave que sobresalía por sobre todos los demás.
Después corrió hacia la ventana con la clara intención de abrirla para poder ver que ave era capaz de aquella expresión de vida.
Inmediatamente el padre la detuvo y le dijo suavemente al oído que lo disfrutara. Que si abría la ventana el ave seguramente huiría.
Ambos permanecieron varios minutos en silencio, escuchando.
Pasó todo el resto del día ansiando la llegada de la noche porque eso significaba un nuevo sueño y la ilusión de un despertar igual al de ese día.
Y a la mañana siguiente volvió a ocurrir. Cuando fue a despertar nuevamente a su padre, este ya estaba parado, detrás de la ventana, escuchando. También se había unido a la fiesta la madre de Carina.
Ahora los tres escuchaban en silencio. Y se miraban entre ellos como queriendo decir “que esto nunca acabe”.
Cada nuevo día se despertaban más temprano para incluso disfrutar del silencio que precedía a aquello que ocurría en el frente de su casa en aquel inmenso y frondoso árbol.
Durante el día sus padres habían comentado que tampoco en el monte cercano habían escuchado antes nada similar.
Las mañanas se fueron sucediendo sin que se provocara ningún cambio.
Siempre igual. Escuchando detrás de las ventanas evitando abrirlas y privándose, de esa forma, descubrir la forma de aquel cuerpo, sus alas y sus colores.
Ella, en su inocencia, ansiaba verlo. Era como si le faltara el gran marco a la pintura considerada obra maestra.
Al otro día, el padre, como siempre, se levantó y puso su cara en el cristal de la ventana.
Le extraño no ver a su hija junto a el.
Se dirigió a su cuarto y al no verla en su cama observó, a lo lejos, por la ventana que se encontraba abierta, la figura inconfundible de su hija corriendo y entrando en el monte cercano y, a su alrededor, el vuelo de un ave hermosa con brillantes colores, y el canto que a él llegaba, inigualable.
Nada pudo impedir que ella ingresara al monte. Juntos los dos.
A pesar de los esfuerzos de sus padres para ubicarla durante el resto del día, se hizo la noche y nada se supo de ella.
Al comienzo de otro día y cuando el padre y la madre se levantaron para continuar con la búsqueda, pudieron oír nuevamente el canto de días anteriores.
Pero esta vez estaban seguros que el canto era el de dos aves.
Y se presentía que estaban ahí, muy cerca, al otro lado del cristal.
Se miraron y abriendo la ventana intentaron ver su figura y sus colores.
Solamente alcanzaron a ver aquellos colores únicos y escuchar por última vez el canto magnifico de aquellas aves. Luego el rápido batir de las alas anunciaban la huída de
las dos figuras que nunca más volverían a ver o escuchar.
Hugo Domínguez (Uruguay).
Cuando el sol aún no había salido, llego el momento esperado. Gorriones, palomas de monte, calandrias, horneros, “ bichos feos” y cardenales entre otros, se entregaron al unísono en un festival de sonidos en el amanecer del campo.
De pronto, entre todos, le pareció escuchar un sonido nuevo, distinto.
No logrando distinguirlo, corrió a la habitación de sus padres. Ellos le habían enseñado a disfrutar y apreciar el canto de los pájaros desde que tenía memoria.
Despertó a su padre mientras con el dedo índice de la mano derecha le indicaba que hiciera silencio y con el izquierdo señalaba la ventana. El padre comprendió el gesto y se prestó a escuchar.
Ambos quedaron maravillados y extasiados. Era un canto distinto, continuado, dulce y suave que sobresalía por sobre todos los demás.
Después corrió hacia la ventana con la clara intención de abrirla para poder ver que ave era capaz de aquella expresión de vida.
Inmediatamente el padre la detuvo y le dijo suavemente al oído que lo disfrutara. Que si abría la ventana el ave seguramente huiría.
Ambos permanecieron varios minutos en silencio, escuchando.
Pasó todo el resto del día ansiando la llegada de la noche porque eso significaba un nuevo sueño y la ilusión de un despertar igual al de ese día.
Y a la mañana siguiente volvió a ocurrir. Cuando fue a despertar nuevamente a su padre, este ya estaba parado, detrás de la ventana, escuchando. También se había unido a la fiesta la madre de Carina.
Ahora los tres escuchaban en silencio. Y se miraban entre ellos como queriendo decir “que esto nunca acabe”.
Cada nuevo día se despertaban más temprano para incluso disfrutar del silencio que precedía a aquello que ocurría en el frente de su casa en aquel inmenso y frondoso árbol.
Durante el día sus padres habían comentado que tampoco en el monte cercano habían escuchado antes nada similar.
Las mañanas se fueron sucediendo sin que se provocara ningún cambio.
Siempre igual. Escuchando detrás de las ventanas evitando abrirlas y privándose, de esa forma, descubrir la forma de aquel cuerpo, sus alas y sus colores.
Ella, en su inocencia, ansiaba verlo. Era como si le faltara el gran marco a la pintura considerada obra maestra.
Al otro día, el padre, como siempre, se levantó y puso su cara en el cristal de la ventana.
Le extraño no ver a su hija junto a el.
Se dirigió a su cuarto y al no verla en su cama observó, a lo lejos, por la ventana que se encontraba abierta, la figura inconfundible de su hija corriendo y entrando en el monte cercano y, a su alrededor, el vuelo de un ave hermosa con brillantes colores, y el canto que a él llegaba, inigualable.
Nada pudo impedir que ella ingresara al monte. Juntos los dos.
A pesar de los esfuerzos de sus padres para ubicarla durante el resto del día, se hizo la noche y nada se supo de ella.
Al comienzo de otro día y cuando el padre y la madre se levantaron para continuar con la búsqueda, pudieron oír nuevamente el canto de días anteriores.
Pero esta vez estaban seguros que el canto era el de dos aves.
Y se presentía que estaban ahí, muy cerca, al otro lado del cristal.
Se miraron y abriendo la ventana intentaron ver su figura y sus colores.
Solamente alcanzaron a ver aquellos colores únicos y escuchar por última vez el canto magnifico de aquellas aves. Luego el rápido batir de las alas anunciaban la huída de
las dos figuras que nunca más volverían a ver o escuchar.
Hugo Domínguez (Uruguay).
Amor antes, durante y después de la lluvia
Me llamó la atención él, por su forma de mirarla, como si no fuese una desconocida que veía por vez primera, pero así era. Él había subido en la misma estación que yo y estaba solo. Recién en la siguiente parada, ella entró al autobús y no se percató de su presencia, pese a que se sentó junto a él. Después, sacó de la mochila un dossier de ilustraciones. Él, como ya dije, la miraba, como si evocase un centenar de momentos compartidos: el otoño en que la lluvia los llevó a refugiarse en el mismo lugar, la excusa para hablarle, un número de teléfono, los días de dudas, la timidez de él para invitarla a salir, los silencios de ella para retrasar la cita, el recital en el que coincidieron, el beso, los besos, las confesiones, los descubrimientos, cenas de dos, reuniones, compromisos, el compromiso, hijos y deseos de seguir soñando. ¿Y si únicamente le recordase a un antiguo amor? O quizá, sin aguzar tanto la memoria, ella era la silueta vacía de sus anhelos, de esa ilusión latente que lo mantuvo despierto, de un desenlace feliz que ya había vivido durante cada noche de insomnio.
Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.
Rafael R. Valcárcel.
Yo no tenía pensado tomar un autobús, ella tampoco. Afuera había dejado de llover. Le pregunté si las ilustraciones eran suyas.
Rafael R. Valcárcel.
La bufanda de los sueños
¿Alguna vez te has preguntado dónde fue a parar ese sueño que tanto deseabas realizar y que ahora te es indiferente? La explicación es sencilla, pero difícil de aceptar. A diferencia de su nacimiento, el motivo por el que se desvanece es ajeno a la razón o a los sentimientos. Tiene que ver con la ropa. Yo lo asimilé cuando conocí a Rocío Gaztelu. Al nacer un sueño se revela un hilo de nuestra camiseta o jersey y se bambalea… listo para volar. Rocío no lo sabía. Simplemente le gustaba arrancarlos de las prendas de quienes apreciaba. Quería hacer algo especial con ellos. Del ovillo hizo una bufanda. Al usarla, empezó a vivir los sueños de los demás. Experimentó aventuras insospechadas y, aunque la extasiaban, le producían tristeza. Sus propios sueños no tenían cabida. Deshizo la bufanda y devolvió las hilachas, pero ya nadie quiso perder su tiempo en asuntos improductivos.
Rafael R. Valcárcel.
La Noche fue clara como el día
La noche se hacía soledad en mi alma. Me percibía llena de angustia, de hastío, de impotencia… Noches en vela, esperando… esperando… Todos me decían: “mujer, sólo queda esperar… será lo que Dios quiera”. Lo que Dios quiera… ¡Lo que Dios quiera! ¿Y lo que yo, lo que yo quiero, entonces no cuenta?
Mi niña jugaba tranquila, corría tranquila, era una niña más… llena de vida, traviesa, inundada de sonrisas. Aún ajena a ese mañana gris que a todos los pobres y muertos de hambre nos aguarda. Más, de la noche a la mañana… De la mañana a la noche, mejor, fue apagando el brillo de sus ojitos color de arena, se fue perdiendo la humedad de sus labios, la tersura de su piel siempre sonrosada por jugar en las tardes de sol…
Busqué ayuda desde un principio, pues ella es lo único que me queda. Aquí no tengo a nadie más… soy sólo una mujer, y como si esto no fuera suficiente para padecer el maltrato y la discriminación, en una tierra donde Dios pareciera que protege sólo a los hombres… Mi marido murió hace cuatro años en una revuelta callejera, de esas que tanto abundan en estos días de tanta conflictividad social; y el único hijo varón que me dejó, marchó hace más de seis meses al norte, lejos, muy lejos, con el sueño de encontrar allá una mejor vida; no he vuelto a saber de él desde aquella tarde que partió junto a otros muchachos del barrio.
Por acá no hay quien atienda a los pobres. ¿Quién se acuerda de nosotros? Llevé a mi hija donde Juana, la anciana, conocedora del mundo de las hierbas y la raíces. Bebidas, ungüentos, pócimas, nada… nada. “Sólo nos queda esperar, mujer”, me dijo Juana hace unas semanas en medio de las risas de sus muchos nietos jugando en las calles vecinas, risas que llegaron a mis oídos como cantos fúnebres, como espadas aguijoneándome la garganta, traspasándome la esperanza que aún palpita en algún rincón de mi alma.
Cargué con le cuerpecito débil de ni niña, camino a la pieza, mientras caía la noche; tenía sus manos frías y su frente sudorosa prendida en fiebre. Acosté su frágil figura entre las sábanas tejidas en tantas noches de tristeza y soledad; y recordé frases sueltas de una plegaria que una vez escuché a un extranjero pronunciar ante una gran desgracia. ¡Extranjero! Qué absurdo, yo era en ese momento la extranjera… Veinte años viviendo allí, entre ellos, veinte años con ellos, sufriendo los mismos fríos en las noches de invierno, padeciendo los mismos calores en los largos y duros días de los veranos polvorientos… bebiendo la misma agua, pisando la misma tierra… pero extranjera, huérfana de patria, ajena… Vine llena de juventud y esperanza, a este país de promesas, con un saco de sueños, al lado del hombre que amaba.
Lo conocí en el puesto del mercado, donde vendía mi padre y donde había vendido el padre de su padre. Bastó una sonrisa, bastó un roce de manos, para que mi sangre fluyera como los ríos en primavera, y mis ojos se iluminaran con la luz de mil cometas.
Fue una mañana cuando, oculta entre telas, intentando descubrir entre los cientos, los ojos de aquel que iluminaban mis ojos, escuché a aquel hombre decir en voz callada: “Tú lo sabes todo, señor, tú lo sabes todo. Tú me lo diste, tú me lo quitaste, bendito seas, señor. Nuestro auxilio es el señor, que hizo el cielo y la tierra…” Yo no lo entendía: “¿tú me lo diste, tú me lo quitaste?”… A qué clase de dios invocaba ante sus desgracias. Supe que aquél hombre había perdido en un temible naufragio gran parte de sus bienes, y que dos de sus hijos habían muerto en terrible accidente… y allí estaba, dando gracias a un dios desconocido para mí. Dando gracias, sólo porque un acreedor había consentido liberarlo de parte de su deuda.
Joaquín y yo, pronto nos casamos. Vivimos en casa de mis padres un tiempo, mientras él hacía todos los arreglos para irnos a sus tierras, a sus campos, a su patria. Partí con él, entre sustos y esperanzas. Y llegué a la casa de sus padres… junto a sus hermanos, y parientes, para ser su esposa, su amiga, y su hermana. De su amor nació primero José Joaquín, el mayor, alocado y soñador. Y unos años después, Miriam, la menor, mi niña hermosa, mi flor de frescura.
Miriam no disfrutó mucho a su padre. La violencia, acabó con él. Esa violencia que tantas vidas arrebata día a día, noche a noche, en estas ciudades en las que según nuestros gobernantes nunca pasa nada. Allí empezó nuestro sufrimiento… la tierra fue reclamada por el mayor de los hermanos; perdimos casa, bienes… y vinimos a parar acá, en este barrio donde abundan mujeres solas, viudas que se empeñan en no morir de tristeza y viudas de esposos vivos que se empeñan en no morir de rabia.
Saúl es lo más parecido a un médico que tenemos en toda esta zona. Hombre muy culto, y sabio. Su mujer, Raquel, sobresale entre muchas por su preparación y su bondad. Pero ambos tienen más corazón y ganas que los recursos. Son una pareja también del pueblo. A ellos llevé a mi niña después de haber estado varias veces donde la Juana. Raquel la cuidó con esmero, Saúl hizo todo lo que podía. Pero la salud de Miriam se deterioraba día a día. Fue Raquel quien por vez primera me habló de aquél hombre, curandero y profeta, para algunos un enviado de Dios, para otros un loco, para otros tantos un hechicero que trataba con las artes del demonio.
Mi niña temblaba entre las sábanas. Mi mano acariciaba sus pálidas mejillas, mientras mis pensamientos daban vueltas por tantos recuerdos: añorando la patria, recordando al esposo perdido, maldiciendo los asesinos jamás encontrados, deseando la vuelta del hijo alocado… Mi niña temblaba de fiebre fría; sus huesos crujían dentro de su pequeña talla… ¿Por qué? ¿Por qué? Mi garganta muda de impotencia… sintiendo el peso de esta soledad plomiza, agigantada por la vida que se apagaba entre mis manos. “Sólo hay que esperar, mujer, sólo hay que esperar”, volvían otra vez a mi cabeza las voces de Saúl, de Raquel, de Juana, de Ana, de tantos otros… de tantas otras… ¿Esperar qué…? ¿Qué una vez más la maldita muerte me visitase absurdamente dejándome desnudas las heridas? “Tú lo sabes todo…” ¿Qué más decía aquella plegaria? “Tú lo sabes todo, tú lo conoces todo”…
- ¡Mujer, mujer! – entró corriendo Raquel a la pieza. Ni cuenta me había dado que la mañana estaba empezando a recorrer sus caminos – Mujer, levántate, él está aquí cerca, él está aquí. Yo me quedo cuidando la niña, ve, ve… debes traerlo, debes decirle que tu niña está enferma, que sólo él puede devolverle la vida a sus labios… y la sonrisa a los tuyos.
Raquel me hablaba de Jesús, el profeta, el curandero. Dudé. Tenía miedo. ¿Y si no me recibía? O… ¿o si no podía curarla? Al fin, resuelta, observando el cuerpecito débil y al borde de la muerte de mi niña, me puse en pie… si ese hombre era el que todos decían que era, entonces él podría devolverle la salud a mi pequeña.
Corrí, o tal vez volé las tantas calles que me separaban de la ciudad. Agudicé mis oídos para saber dónde se alojaba, dónde estaba, con quién o quiénes… En casa de Simón, el pescador.
Una lágrima, mezcla de esperanza y excitación rodó por mis mejillas. Allí estaba: la gente, la muchedumbre. “El maestro quiere estar solo”, dijo uno que parecía ser del grupo de los suyos. “No, no, él debe escucharme, yo necesito que me escuche” – pensaba para mis adentros. “Señor, tú lo sabes todo…” Entonces, dentro de mí, como un brioso huracán, emergió una voz que gritó: “¡Señor, necesito verte, necesito hablarte!”. “Dije que el maestro quiere estar solo” – repitió aquel hombre que parecía más un soldado del imperio, que un hombre de dios, y enojado agregó: “¿Acaso crees que con todo este gentío, el maestro va a perder el tiempo con una mujer como tú?”. Haciendo caso omiso de aquellas duras palabras, me abrí paso como pude entre la gente, entre los cientos de curiosos, enfermos, ¡entre el sinnúmero de hombres religiosos que tantas veces nos han dejado a nosotras a un lado! Sin importarme las miradas lascivas, los comentarios hirientes, las palabras crueles… sin importarme nada más que mi hijita moribunda, llegué a la puerta, e inmediatamente pude distinguir la imagen límpida y risueña de aquel hombre profeta. Entre tantos ¡ése debía ser él! Y corriendo rauda a su lado le dije: “Señor, hijo de David, mira mi miseria porque mi única hijita está enferma de muerte”. Al borde de las lágrimas, sentía el peso de las miradas de los presentes. Me veían a mí, le miraban a él. “Eh, ¡apártate, mujer! ¡Que aquí estamos discutiendo cosas de hombres!” – gritó, mientras me halaba fuerte del brazo un hombre viejo, de barba rala. Pero cuando intentaban sacarme a la fuerza, me solté y gritando a viva voz dije: “Eres profeta, eres hombre de Dios, ayuda a mi hija… ¡Ven conmigo, Señor!”. Pero no conseguí respuesta alguna de su parte. Sentí como una noche de luto dentro de mí… le llamaba, le imploraba y no me respondía… “tú lo sabes todo… respóndeme… respóndeme” – pensaba. Y él callaba. Sólo se limitaba a observar, a los que le rodeaban. ¿Su respuesta ante mi angustia era esa, el silencio? Sentía el peso brutal de las miradas… de todos los hombres de mi vida, que por ser mujer me denigraron, rechazaron, lanzaron al olvido. Y emergieron de súbito todas las heridas de mi historia: “este hombre profeta, no es diferente a todos los de su raza”. Volví a insistir con más fuerza, acercándome, abriéndome paso: “Señor, socórreme. Mi hija sufre. Está muriendo”. No me miró entonces, pero ya no podría ignorarme. Aún hacía silencio. Un murmullo de voces se escuchó en toda la pieza: “ya que ésta entró… al menos que le diga algo”. “¿Y no le llaman a este Jesús, profeta?”. “Bah, ¡es lógico que nada puede hacer!”. En aquel momento, uno de sus discípulos le dijo: “Maestro, es contigo, atiéndela o dile que se largue”.
Entonces, respondiéndole, pero como para que yo bien lo escuchara dijo: “¿Acaso no decían ustedes hace instantes que la salvación era sólo para las ovejas que estaban dentro del rebaño escogido? ¿No dicen que son ustedes el pueblo santo, los herederos de la promesa?”. Era preferible escuchar su silencio, a esas terribles y duras palabras. Yo, la extranjera. Y acudieron a mi mente todo el peso de esos recuerdos amargos, de rechazo, de exclusión. Por mi mente volaron dolores profundos, llantos encerrados, gritos convertidos en silencios. Pero también vino a mi mente la imagen de mi niña muriendo, la carita frágil y traslúcida de mi Miriam casi muerta. Al borde de las lágrimas me arrojé a sus pies: “Ayúdame, Señor. Ayúdame”. Volvió su mirada hacia mí, y sus ojos se cruzaron por vez primera con los míos. Y dirigiéndose a todos los presentes dijo: “No está bien quitarle el pan de los hijos y echárselo a los perros, ¿cierto?”. Su respuesta fue para mí peor que su silencio. Si no fuera por esa mirada… esa mirada… se me hubiera helado el corazón allí, se me habrían triturado todos los huesos. Pero su mirada, su mirada… Entonces, con paz, y con firmeza, con esa paz que es voluntad y gallardía, con esa paz que sólo da la fe de que todo es posible, le dije: “Sí, sí mi Señor, razón tienes; pero hasta los perritos comen las migajas que caen de la mano de sus amos cuando se sientan a la mesa”. Jesús se incorporó. Me tomó de las manos, levantándome hacia él. Y con una mirada más profunda que el más profundo mar, como si intentara conocer toda la verdad de mi vida, contestó: “¡Mujer, qué grande es tu fe!”. Y alzando la voz, como si quisiera ser escuchado hasta el confín del mundo, agregó: “No he visto jamás en ningún lugar de la tierra, fe tan grande y tan profunda como la de esta mujer. ¡Ya quisiera Salomón haber tenido fe como la tuya! Ve mujer, corre a casa, que tu niña te espera”.
Su palabra me bastó. Su voz me bastó. Su mirada me bastó. Mi hija estaba bien. Mi Miriam estaría bien. Y yo también. Porque no sólo sanó a mi hija y la salvó, también me sanó y me salvó a mí de muchas formas.
Pedro Emilio Ramírez (Carabobo, Venezuela.)
Yo se lo que te asusta
Decía ser una persona sin miedo alguno. Para mi el mayor de los temores no significaba nada como es la muerte. Sigue sin significarme nada.
Hoy me veo aquí, acostado y desesperado pese a un extraño encierro. Solo puedo ver por un pequeño vidrio hacia el cielo. Escuchó llantos y susurros en un ambiente frió y sombrío.
Petrificado miro lo poco que me rodea y como a través de ese vidrio desciendo lentamente mientras palas sincronizadas dejaban caer tierra sobre mi. Una reacción de escalofrió me hizo golpear y gritar hacia todos lados de lo que muy confusa y real seria el entierro de mi presunta muerte.
Esos llantos de dolor que anteriormente había escuchado fueron opacados por los míos llenos de miedo y desesperación. Nadie parecía escucharme.
Resignado veía como por ese pequeño vidrio la tierra apagaba la luz. Sin fuerzas por la bruma del dolor di mi último grito que se perdió en lo oscuro de lo que increíblemente podría decir, mi ataúd.
Volví a despertar con lágrimas en lo que era mi habitación. Feliz de que solo hubiese sido un horrible sueño.
Mi orgullo fue lo demasiados grande como para no contar nada aunque mi madre se dio cuenta y me dijo en tono de gracia: “- Yo se lo que te asusta. Firma: La pesadilla -“. Una respuesta tan certera pensaba mientras desayunaba.
Al atardecer mientras volvía de la escuela recibo un mensaje en mi celular de mi madre. Al leer ese mensaje hubiera querido que sea otra de las burlas que caracterizan a mi divertida madre y no un regaño que me hizo caer el celular del miedo. “ Hijo donde anduviste metido? Me costo una vida sacar la tierra de tus sabanas”.
Alan López (Argentina).
No renunciaré al amor
Esta noche la luna triste derrama sus lágrimas, todo a sido un error, he decidido irme pero me muero por regresar, no puedo perder mi esperanza, porque perdería el aire, se llevaría mi energía, se lleva mi vida, se lleva mi aliento.
No puedo alejar la luz que engrandece mi alma, no quiero perderte.
En mi primavera tu eres la flor que con el sol resplandece cada día llenando de alegría mi vida embelesando mis sentidos, obedeciendo a tu beso sin mayor tropiezo, y me pierdo en el tiempo deseando que se detenga y sea contigo para siempre te amo.
Laura (México).
No puedo alejar la luz que engrandece mi alma, no quiero perderte.
En mi primavera tu eres la flor que con el sol resplandece cada día llenando de alegría mi vida embelesando mis sentidos, obedeciendo a tu beso sin mayor tropiezo, y me pierdo en el tiempo deseando que se detenga y sea contigo para siempre te amo.
Laura (México).
Celebración de la Fantasía
Fue a la entrada del pueblo de Ollanta y tambo, cerca del Cuzco. Yo me había desprendido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedras, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera que tenía; no podía dársela porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un engranaje de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frio, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas, y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alcanzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca: - Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima – dijo.
-¿Y anda bien? - le pregunté.
- Atrasa un poco- reconoció.
Eduardo Galeano (Uruguayo).
El barco negro
Cuentan que hace mucho tiempo, ¡tiempales hace!, cruzaba una lancha de Granada a San Carlos y cuando viraba de la Isla Redonda le hicieron señas con una sábana. Cuando los de la lancha bajaron a tierra sólo ayes oyeron. Las dos familias que vivían en la isla, desde los viejos hasta las criaturas, se estaban muriendo envenenadas. Se habían comido una res picada de toboba.
- ¡Llévennos a Granada! – les dijeron. Y el capitán preguntó: -¿Quién paga el viaje? -No tenemos centavos –dijeron los envenenados -, pero pagamos con plátanos.
- ¿Quién corta la leña? ¿Quién corta los plátanos? –dijeron los marineros.
- Llevo in viaje de chanchos a Los Chiles y si me entretengo, se me mueren sofocados – dijo el capitán.
-Pero nosotros somos gentes dijeron los moribundos. – También nosotros contestaron los lancheros-. Con esto nos ganamos la vida.
-¡Por diosito! –gritó entonces el más viejo de la isla-¿No ven que si nos dejan nos dan la muerte? –Tenemos compromiso-dijo el capitán. Y se volvió con los marineros y ni porque estaban retorciéndose, tuvieron lástima. Ahí los dejaron. Pero la abuela se levantó del tapesco y a como le dio la voz les echó una maldición: -¡A como se les cerró el corazón, se les cierre el lago!
La lancha se fue. Cogió altura, buscando San Carlos y desde entonces perdió tierra. Eso cuentan. Ya no vieron nunca tierra. Ni los cerros ven, ni las estrellas. Tienen años, dicen que tienen siglos de andar perdidos. Ya el barco esta negro, ya tienen las velas podridas y las jarcias rotas. Mucha gente del lago los ha visto. Se topan en las aguas altas con el barco negro, y los marineros barbudos y andrajosos les gritan:
-¿Dónde queda San Jorge?
-¿Dónde queda Granada?
…Pero el viento se los lleva y no ven tierra. Están malditos.
Pablo Antonio Cuadra (Nicaragua).
La muñeca de porcelana
Una carta escrita por Tolstoi seis meses después de su matrimonio a la hermana más joven de su esposa, la Natacha de Guerra y Paz. En las primeras líneas, la letra es de su mujer, en el resto la suya propia.
21 de marzo de 1863
¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti... Aún no has contestado a la alocada carta de Levochka (Tolstoi), de la que no entendí una palabra.
23 de marzo
Aquí ella empezó a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, siempre estuvo constituida de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales -brazos y piernas- podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo, a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí. ¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres (por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido), es por esto que te escribo, para contarte cómo ocurrió.
Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi -no a la Sonia que tú y yo conocíamos-, ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia adelante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto. ¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mí.
Le dije:
-¿Eres de porcelana?
Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:
-Sí, soy de porcelana.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin ese apoyo no podría permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasar un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombres mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que yo le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y sus manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama. Quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y traté de llevarla hasta el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña, más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió. Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él. Continuó inmóvil. Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:
-Leva, ¿por qué me he vuelto de porcelana?
No supe qué contestar, y ella repitió:
-¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?
No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad; estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida, sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pasé de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y salí sin mirarla. Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal, pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos muy felices.
Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a sus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento cómo su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y al entrar vi que «Dora», nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a «Dora», metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y la conduje a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no pueda romperse. La cubriré también totalmente de gamuza.
Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.
FIN
León Tolstoi(Rusia).
El corazón delator
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
FIN.
Edgar Allan Poe(Estados Unidos).
La niña perversa
A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra desnutrida, con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por una dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía demasiado contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas y en los codos. Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba a la criatura apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles ordinarios y los cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una gata melancólica jugando entre los geranios empolvados y los grandes helechos del patio o transitando entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor con los platos de la cena. Rara vez algún cliente se fijaba en ella y si lo hacía era sólo para ordenarle que rociara con insecticida los nidos de las cucarachas o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente carcasa de la bomba se negaba a subir el agua hasta el segundo piso. Su madre, agotada por el calor y el trabajo de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo para observar a su hija, de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser diferente. Durante los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y tímida, entretenida siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y se chupaba el dedo. Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía interesada en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle.
La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración pública. Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una ocupación conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de un seminario de curas que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos y pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie —y mucho menos Elena— pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito, como si acabara de retornar de una dimensión invisible. Madre e hija trabajaban juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes. A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido práctico y una noción muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa, para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada de detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu y el gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre, seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal. Bernal dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados.
Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír. La madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre.
Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su pelo engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero era entonado y cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras del repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas y blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los lamentos de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía, toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se movió siguiendo la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin embargo, notó que la rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del patio, perdida en su danza.
Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele por la garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores, donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra, el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de sudor a lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer golpe de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera, pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia. Con disimulo lo seguía a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle lo que necesitaba antes de que ‘lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra, para no revelar su existencia.
En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer piso, juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo de la calle a alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de ese hombre, que se quedaban impregnando sus objetos. En la luna del espejo, negra y brillante como un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se había mirado él y las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él, besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal, aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y las curvas de esa totalidad insignificante que era ella misma, deseando ser enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando.
Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió, como si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos, esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre.
Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al principio sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para quedarse a solas. Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo, mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas, el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una criatura redonda, ros. ada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable. Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de su madre los gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado. Estaba segura de que esas caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos, Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos en el cuarto de los armarios.
Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo con las rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía. Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad, a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a solas con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.
El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja a un queso holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en la boca le devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila, enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de la cuna. El jueves despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y luego desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en cambio, llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa.
Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio y se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado fresco tardaría un buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis.
Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del resplandor de la mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria, había medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama. De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; sé dijo que no había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no despertarlo. Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano con todo el peso del brazo’ tan liviano de todos modos, que no alteró el descanso de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo. Bernal gimió aún dormido y enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba la de ella para guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él. Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos. Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y rechazada con tal violencia que fue a dar al suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas prohibiciones y pesadillas.
—¡Perversa, niña perversa! —gritó. La puerta se abrió y la señorita Sofía apareció en el umbral.
Elena pasó los siete años siguientes en un internado de monjas, tres más en una universidad de la capital y después entró a trabajar en un banco. Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron administrando la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad. El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida que transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para despertar el impulso cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en un intento inútil de olvidarlas. Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado breves el abismo de ese jueves inolvidable.
Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército que llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer demasiado arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos. Bernal había aguardado esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se había preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la criatura de fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado.
Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la madre y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio para aprovechar el fresco. El aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo y le dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu. Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria. No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.
Isabel Allende (Chile).
La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su mayoría estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración pública. Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una ocupación conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes por adelantado y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más parecidas a las de un seminario de curas que a las de un hotel. Una viuda tiene que cuidar su reputación y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos y pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie —y mucho menos Elena— pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito, como si acabara de retornar de una dimensión invisible. Madre e hija trabajaban juntas en las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada rutina, sin necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes. A veces Elena intentaba decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su hija le ocultaba información. Tenía un implacable sentido práctico y una noción muy clara de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada cual a toda hora del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa, para quién sonaba el teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido una mujer alegre y hasta bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la impaciencia de un cuerpo todavía joven, pero llevaba tantos años ocupada de detalles mezquinos que se le habían ido secando la frescura del espíritu y el gusto por la vida. Sin embargo, cuando llegó Juan José Bernal a solicitar un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La madre, seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal. Bernal dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y necesitaba dos duchas diarias. Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de cartón donde atesoraba su afiche. Disimulándose contra la pared, la niña los siguió escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados.
Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la pensión le reclamara pagos extraordinarios. Elena volvía de la escuela con el sol de la siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de que su madre cambiaba día a día. Los signos fueron perceptibles para ella desde el principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de conservas en la despensa. Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír. La madre se sentaba al frente y él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre.
Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que ocupaba todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su pelo engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los dientes con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir. Se preguntaba qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio con su guitarra, se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las cuerdas. El sonido atrajo a todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin comprender muy bien la causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las sillas del comedor y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz vulgar, pero era entonado y cantaba con gracia. Conocía todos los viejos boleros y las rancheras del repertorio mexicano y algunas canciones guerrilleras sembradas de palabrotas y blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera vez, desde que la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta. Cuando oscureció encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los árboles y trajeron cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos. Elena sirvió los vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los lamentos de la guitarra en cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron a bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía, toda remilgos y risas nerviosas. Por un largo rato, Elena se movió siguiendo la cadencia de la voz de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando su nuevo olor a flores, totalmente dichosa. Pronto, sin embargo, notó que la rechazaba con suavidad, separándola para seguir sola. Con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer ondulaba como una sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también los demás volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del patio, perdida en su danza.
Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus manos, largas y finas. Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para enterrar la cara en su pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus pulmones y el ruido de su corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la espalda y de las piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para metérsele por la garganta y ocuparlo entero. Pero si el hombre levantaba la mirada y se encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral del patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la niña ya no podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él. En la escuela se movía como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores, donde lo veía sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía boca abajo sobre la cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra, el aire caliente agitado por las alas del ventilador, un sendero de sudor a lo largo de su columna, la cara hundida en la almohada. Con el primer golpe de la campana de salida corría a la casa, rezando para que él no se hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y ponerse un vestido limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus tareas para que su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo escuchaba salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera, pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia. Con disimulo lo seguía a todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle lo que necesitaba antes de que ‘lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra, para no revelar su existencia.
En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer piso, juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo de la calle a alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de ese hombre, que se quedaban impregnando sus objetos. En la luna del espejo, negra y brillante como un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se había mirado él y las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se acercaba al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él, besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba caliente, como boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho y se le erizaban las diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor sordo que la recorría hacia abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y otra vez. Del armario sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos pasos por el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en sus cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal, aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se tocaba todo el cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los cartílagos translúcidos de las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de su boca, y así hacia abajo dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y las curvas de esa totalidad insignificante que era ella misma, deseando ser enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que se iba llenando de un líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía al tamaño de una descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el cuarto, toda la casa con su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos minutos, llorando.
Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió, como si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos, esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle los dedos. Desde ese día comenzó a espiar a su madre.
Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al principio sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la sospecha de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para quedarse a solas. Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas proveniente de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo, mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas, el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su madre. Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó la puerta cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una criatura redonda, ros. ada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar, puros tentáculos y ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando adherida al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable. Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de su madre los gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado. Estaba segura de que esas caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos, Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos en el cuarto de los armarios.
Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos. Siguió cumpliendo con las rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía. Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad, a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a solas con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres menstruales, convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.
El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja a un queso holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos, vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en la boca le devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila, enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de la cuna. El jueves despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y luego desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en cambio, llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso para ir al baño, que a media mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa.
Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio y se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado fresco tardaría un buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis.
Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo la respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita Sofía y se sintió más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro estaba oscuro y por un momento no vio nada, porque venía del resplandor de la mañana en la calle, pero conocía la habitación de memoria, había medido el espacio muchas veces, sabía dónde se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la puerta estaba la cama. De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo distinguir también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían por completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe hacer. Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; sé dijo que no había nada que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las anteriores. Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió a desprenderse también de sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al borde, a poco trecho de la mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un pliegue más en las sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a pocos centímetros de él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de su cuerpo, y con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con cuidado para no despertarlo. Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano con todo el peso del brazo’ tan liviano de todos modos, que no alteró el descanso de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo. Bernal gimió aún dormido y enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba la de ella para guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando el nombre de la amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él. Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a tiempo que iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos. Elena sintió que el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y rechazada con tal violencia que fue a dar al suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué antiguas prohibiciones y pesadillas.
—¡Perversa, niña perversa! —gritó. La puerta se abrió y la señorita Sofía apareció en el umbral.
Elena pasó los siete años siguientes en un internado de monjas, tres más en una universidad de la capital y después entró a trabajar en un banco. Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron administrando la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad. El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó. En verdad, a medida que transcurrían los años el recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil en su vientre, de esa lengua de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse en esas visiones, invocando meticulosamente a Elena, para despertar el impulso cada vez más difuso del placer. En la madurez iba a las tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en un intento inútil de olvidarlas. Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado breves el abismo de ese jueves inolvidable.
Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército que llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer demasiado arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos. Bernal había aguardado esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se había preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las posibles respuestas. Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la criatura de fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus ojos una mujer desabrida y tímida. Bernal se sintió traicionado.
Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la madre y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio para aprovechar el fresco. El aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo y le dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él estaba dormido y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni llamarla así, que tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba recuperar la cordura, porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo había acosado sin descanso, quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu. Elena lo miró asombrada y no supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le hablaba? Para ella la infancia había quedado muy atrás y el dolor de ese primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar sellado de la memoria. No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.
Isabel Allende (Chile).
Despedida
En una tarde calurosa cuando Bety se disponía a ir a su casa un carro le paró cerca y le "dijo " vas lejos? Bety responde no solamente unos cuantos metros de aquí, y el señor le dijo pues entonces te llevo quieres?.
Bety, mirándole a la cara pareciéndole que el señor era buena persona se montó en su carro y continuaron marcha hacía su casa.
En medio del camino comenzaron una conversación entretenida y amena y el señor terminó invitándola a cenar esa noche, ella nerviosa sin saber que hacer le dijo bueno es que.. no puedo te doy mi teléfono y después hablamos y vemos que día yo puedo y así las cosas pasaron unos 20 días y el señor Alejandro llamaba incansablemente a Bety hasta que un día ella le dijo bueno sí, te acepto. él la estaba invitando a la playa y a la media hora Alejandro estaba en frente de su casa y se fueron a la playa.
Durante todo el viaje fueron oyendo música conversando de las cosas de la vida etc, hasta que Alejandro le preguntó Que haces? a que te dedicas? ella le responde no vivo en este País vivo en Europa "que...." contestó Alejandro.
Bety responde si, yo no quería salir contigo porque yo no vivo aqui o sea mi casa está aquí pero estoy casada en Italia y vivo allá con mi esposo pero no soy feliz con él estaré el tiempo que necesito para garantizar mi vida y trabajar, Alejandro casi con lágrimas en los ojos responde entonces te vas? y Bety responde si me tengo que ir en un mes .
Alejandro le dice entonces dedica este mes a estar conmigo vamos a salir vamos a conocernos un poco quiero vivir este mes contigo como si hice 20 años te conociera.
Bety ansiosa de tener un poco de amor en su vida ya que se sentía tan vacía aceptó y comenzaron a vivir un romance de un mes que parecía un romance de 20 años.
Llegado el día de la partida de Bety Alejandro no quiso despedirse de ella no se volvieron a ver hasta que pasó 6 meses que Alejandro por su trabajo se dirigió a Italia y la Buscó.
El estaría trabajando en un lugar donde Bety iría a verlo, asi acordaron, y esa noche apareció frente a él la persona más fría que él había conocido la Bety comunicativa, alegre con la que él había tenido un romance no era la persona que estaba frente a él, era una mujer fría angustiada, estresada y preocupada de su futuro. Alejandro desesperado quiso culparla de estar así, quiso acusarla de estar traicionando sus propios sentimientos, ella tan fría como un témpano de hielo simplemente le dijo el amor ya otras veces me ha decepcionado en este momento no lo tengo conmigo simplemente estoy garantizando mi futuro, y cuando él amor quiere entrar a mi corazón simplemente le digo no hay lugar disponible para tí la razón ocupa todo el espacio.
Alejandro lleno de dolor le dijo te deseo mucha suerte y que Dios te bendiga y ojalá no te arrepientas de cerrarle la puerta al amor, una lágrima brotó de sus mejillas pero ella inmediatamente secó su cara y dijo gracias Dios por darme la fuerza que tanto te he pedido.
Sardonice Galarraga (México).
Bety, mirándole a la cara pareciéndole que el señor era buena persona se montó en su carro y continuaron marcha hacía su casa.
En medio del camino comenzaron una conversación entretenida y amena y el señor terminó invitándola a cenar esa noche, ella nerviosa sin saber que hacer le dijo bueno es que.. no puedo te doy mi teléfono y después hablamos y vemos que día yo puedo y así las cosas pasaron unos 20 días y el señor Alejandro llamaba incansablemente a Bety hasta que un día ella le dijo bueno sí, te acepto. él la estaba invitando a la playa y a la media hora Alejandro estaba en frente de su casa y se fueron a la playa.
Durante todo el viaje fueron oyendo música conversando de las cosas de la vida etc, hasta que Alejandro le preguntó Que haces? a que te dedicas? ella le responde no vivo en este País vivo en Europa "que...." contestó Alejandro.
Bety responde si, yo no quería salir contigo porque yo no vivo aqui o sea mi casa está aquí pero estoy casada en Italia y vivo allá con mi esposo pero no soy feliz con él estaré el tiempo que necesito para garantizar mi vida y trabajar, Alejandro casi con lágrimas en los ojos responde entonces te vas? y Bety responde si me tengo que ir en un mes .
Alejandro le dice entonces dedica este mes a estar conmigo vamos a salir vamos a conocernos un poco quiero vivir este mes contigo como si hice 20 años te conociera.
Bety ansiosa de tener un poco de amor en su vida ya que se sentía tan vacía aceptó y comenzaron a vivir un romance de un mes que parecía un romance de 20 años.
Llegado el día de la partida de Bety Alejandro no quiso despedirse de ella no se volvieron a ver hasta que pasó 6 meses que Alejandro por su trabajo se dirigió a Italia y la Buscó.
El estaría trabajando en un lugar donde Bety iría a verlo, asi acordaron, y esa noche apareció frente a él la persona más fría que él había conocido la Bety comunicativa, alegre con la que él había tenido un romance no era la persona que estaba frente a él, era una mujer fría angustiada, estresada y preocupada de su futuro. Alejandro desesperado quiso culparla de estar así, quiso acusarla de estar traicionando sus propios sentimientos, ella tan fría como un témpano de hielo simplemente le dijo el amor ya otras veces me ha decepcionado en este momento no lo tengo conmigo simplemente estoy garantizando mi futuro, y cuando él amor quiere entrar a mi corazón simplemente le digo no hay lugar disponible para tí la razón ocupa todo el espacio.
Alejandro lleno de dolor le dijo te deseo mucha suerte y que Dios te bendiga y ojalá no te arrepientas de cerrarle la puerta al amor, una lágrima brotó de sus mejillas pero ella inmediatamente secó su cara y dijo gracias Dios por darme la fuerza que tanto te he pedido.
Sardonice Galarraga (México).
Gabriela
“No se cuantas veces…, pero aún no me canso de escribirlo”… ¡No me gusta!
¡Esa niña no me gusta! ¡No te conviene!
¡No es de tu roce social!
¡Hasta cuando tengo que decírtelo!
¡Me tiene hasta la coronilla! ¡Dios mío, no aguanto éstos dolores! Terminarás acabando una tumba a tu madre. ¡Sólo entonces, estarás feliz!... Juan enmudeció, aquellas palabras lo habían torturado demasiado, se quedó sentado impetrando poder estar a solas en su pieza sin prender la luz. Ya estaba maduro, y lo era más para su edad. Sólo le faltaba una semana para finalizar sus estudios, y de continuar éstas controversias que lo distanciaban tanto con su madre, acabaría con el tiempo alejándose para siempre. Sus hermanos le habían enseñado todo con respecto al sexo débil. Las cartas de amor que éste le escribía en el recreo, eran su pasaporte a la felicidad con ella, impregnadas de imaginación, de anhelo en sus palabras, de desabrimiento por lo azorado de su romance provocado por el desdén de su madre. En las tardes la esperaba, conocía perfectamente las cortinas descoloridas de la sala de clases donde ella también miraba para observar si Juan había llegado. La sonoridad del timbre, lo rebosaba de contento, y mientras esquivaba igual que estampida de toros a las alumnas de otros cursos, su mirada se fijó en una adolescente de pelo liso y nariz pequeña, ojos redondos de color castaño, mejillas rojizas y estatura baja. A medida que ella se acercaba, sentía ansioso el corazón por tenerla entre sus brazos, besarla con afición, y evitar a toda costa que un momento así culminara por la aprensión de tener que llegar temprano a casa.
¡Hola, te vi de arriba!, le dijo, dándole un beso.
¡Yo también!-
¡Yo también que!... -¡Yo también te amo!, le respondió. -¿Irás almorzar a mi casa?, le preguntó. -No estoy seguro-¿Y tú, te irías conmigo? ¿Si, pero…? No la dejó hablar, cerró su boca de niña, con un gran beso abrazándola contra su pecho. ¡Se me quitó el hambre! ¡A mí también le dijo!- Se quedaron abrazados por largo rato mirándose, mientras el acariciaba su pelo hacia atrás. ¿Te gusta el sur?, le preguntó. ¿El sur?, exclamó intrigada. –No importa donde me quieras llevar, le dijo con aire de enamorada, contigo iría hasta el fin del mundo. Entonces juntémonos en el terminal ésta noche, el paisaje te va encantar y seremos felices. Se despidió, y caminó lleno de dicha hacia su casa nombrándola por el camino. Gabriela en el terminal permaneció sentada con su bolso esperando algún día conocer Coihaique.
Matias Olivares (Chile).
¡Esa niña no me gusta! ¡No te conviene!
¡No es de tu roce social!
¡Hasta cuando tengo que decírtelo!
¡Me tiene hasta la coronilla! ¡Dios mío, no aguanto éstos dolores! Terminarás acabando una tumba a tu madre. ¡Sólo entonces, estarás feliz!... Juan enmudeció, aquellas palabras lo habían torturado demasiado, se quedó sentado impetrando poder estar a solas en su pieza sin prender la luz. Ya estaba maduro, y lo era más para su edad. Sólo le faltaba una semana para finalizar sus estudios, y de continuar éstas controversias que lo distanciaban tanto con su madre, acabaría con el tiempo alejándose para siempre. Sus hermanos le habían enseñado todo con respecto al sexo débil. Las cartas de amor que éste le escribía en el recreo, eran su pasaporte a la felicidad con ella, impregnadas de imaginación, de anhelo en sus palabras, de desabrimiento por lo azorado de su romance provocado por el desdén de su madre. En las tardes la esperaba, conocía perfectamente las cortinas descoloridas de la sala de clases donde ella también miraba para observar si Juan había llegado. La sonoridad del timbre, lo rebosaba de contento, y mientras esquivaba igual que estampida de toros a las alumnas de otros cursos, su mirada se fijó en una adolescente de pelo liso y nariz pequeña, ojos redondos de color castaño, mejillas rojizas y estatura baja. A medida que ella se acercaba, sentía ansioso el corazón por tenerla entre sus brazos, besarla con afición, y evitar a toda costa que un momento así culminara por la aprensión de tener que llegar temprano a casa.
¡Hola, te vi de arriba!, le dijo, dándole un beso.
¡Yo también!-
¡Yo también que!... -¡Yo también te amo!, le respondió. -¿Irás almorzar a mi casa?, le preguntó. -No estoy seguro-¿Y tú, te irías conmigo? ¿Si, pero…? No la dejó hablar, cerró su boca de niña, con un gran beso abrazándola contra su pecho. ¡Se me quitó el hambre! ¡A mí también le dijo!- Se quedaron abrazados por largo rato mirándose, mientras el acariciaba su pelo hacia atrás. ¿Te gusta el sur?, le preguntó. ¿El sur?, exclamó intrigada. –No importa donde me quieras llevar, le dijo con aire de enamorada, contigo iría hasta el fin del mundo. Entonces juntémonos en el terminal ésta noche, el paisaje te va encantar y seremos felices. Se despidió, y caminó lleno de dicha hacia su casa nombrándola por el camino. Gabriela en el terminal permaneció sentada con su bolso esperando algún día conocer Coihaique.
Matias Olivares (Chile).
La hija de la niebla
“No bajes a la playa si hay niebla”. Aquél fue el único consejo que me dieron, al hacerme cargo del faro de Orbitum, en la punta occidental de la mediana de tres islas... Nada más... Es lo único que me recomendó mi predecesor, que también se había presentado voluntario para este incómodo destino, en la zona sur de XX... “No bajes”, me repitió, mientras se subía a bordo de la misma lancha que me había traído a mí un par de horas antes... y, sin embargo, al perderse en lontananza, con la única compañía del piloto de la Zodiac, parecía estar bastante seguro de que yo terminaría haciendo precisamente eso...
Mi nombre es Francisco García Pérez, y antes de optar por este solitario trabajo, he estado dando tumbos entre una amplia gama de ocupaciones: hacer hamburguesas a la plancha en un restaurante, limpieza de casas y hospitales, dar clases a los niños, periodista, militar... y, ahora, farero, a dependiendo del Ministerio de Marina... Un buen amigo, Gerardo, me comentó que se iba a quedar una vacante para el puesto... Sin cargas familiares pesadas (sigo viviendo con mi madre), ni relaciones estables (como no contemos a mi gato Chiqui, que se ha venido conmigo...), sobre todo me atrajo la posibilidad de ganar un buen dinero... y no poder gastarlo... Nunca me ha importado la soledad, vivir a contratiempo, y le encontraba cierto romanticismo al aislamiento, con mis libros, mis cuadernos para escribir, alumbrándome gracias a la línea eléctrica que nace en la isla principal, y con un buen surtido de lápices de colores por si me apetecía dibujar las aves marinas...
Era un trabajo monótono: estar despierto y pendiente del mecanismo automatizado del faro, puesto que desde el año 2001, casi todas las operaciones se realizan mediante un ordenador central, al que se puede acceder desde la Capitanía General... Pero siempre pueden producirse fallos, materiales o humanos, y desde el naufragio del conservero “Villa Illuminata” en noviembre de 2006, en el que perecieron siete personas, se ratificó la necesidad de contratar un farero en este pequeño archipiélago, para evitar nuevas muertes... Por eso, existe la posibilidad de suplir la energía eléctrica enviada desde la isla a través de un cable submarino, por la del generador, y éste a su vez por una dinamo accionada manualmente. También existe un amplio surtido de bombillas, linternas a pilas, el enorme fanal de petróleo, con más de sesenta años de antigüedad, que todavía se encuentra en su ubicación original, y en perfectas condiciones de uso...
La torre del faro tiene más de 30 metros de altura, es de recia piedra caliza, y lleva décadas soportando el asalto de las olas, sin daños aparentes. Una escalera de caracol permite subir a la parte superior, que está formada por una estructura de hormigón y acero, en la que se han instalado los grandes ventanales de cristales anti-tormenta. En el centro de la sala, y elevado un metro y medio con respecto al suelo, se encuentra el fanal eléctrico giratorio. Una pequeña puerta, actualmente en desuso, permite acceder al camino de ronda. El conjunto está coronado por un tejadillo plano, pintado de blanco y rojo, sobre el que se alza, orgulloso, el gallo de una veleta... Junto a la base de la torre se encuentra la pequeña vivienda del farero, de dos habitaciones, una de ellas la uso como comedor/despacho, y la otra, para dormir, además de una pequeña despensa y un baño, algo anticuado pero funcional...
La vida en aquella parte de la isla es muy tranquila: las provisiones las traen desde la isla principal cada dos semanas, igual que la correspondencia, aunque esto último me parece bastante absurdo, puesto que no tengo nadie a quien escribir. No hay teléfono y, por lo tanto, tampoco internet, y quizás por ello el aislamiento se convierta en más doloroso. La única forma de comunicarse con el mundo exterior es a través de la emisora de radio, que utilizo todas las madrugadas para dar las novedades antes de acostarme. Tampoco es prudente utilizar un ordenador, puesto que el tramo submarino del tendido eléctrico genera numerosos picos en la tensión, y el riesgo de dañar el equipo es muy elevado.
Los primeros días me costaba permanecer despierto... pero al final te acostumbras, a fijar la vista en el exterior, buscando las luces de posición de un pesquero, de una patrullera, o la furtiva silueta de una patera. Rebuscando entre las pertenencias de mi predecesor Carlos Torres, que fue trasladado a la “Costa da Morte”, encuentro una pequeña maleta de cartón que no se ha querido llevar, encuentro un mapa “de mis dominios”, y un planisferio celeste, que utilizo para identificar algunas de las estrellas...
Mis “dominios” son bastante exiguos, una estrecha franja de tierra en mitad de la nada... Poco más de seiscientos metros de largo, por cien en su parte más ancha, con una única playa de arena negra, volcánica, y dos o tres pequeñas calas... Mi única compañía es un pequeño rebaño de cabras, que me proporcionan leche por las mañanas, y las gaviotas... Eso es todo... si no contamos a la extraña criatura que mora entre la niebla... y los restos de un par de pateras encalladas, que nadie se ha molestado en retirar: bastante tuvieron, según me comentó Carlos Torres, mi predecesor, con retirar los cuerpos, al pie del acantilado...
La curiosidad es mala, pero es aún peor la soledad, añorar incluso las masas de gente que tanto me incomodaban antes de venir a esta yerma extensión de roca volcánica, desde la que no he visto más que tres o cuatro pesqueros en todo el tiempo que llevo aquí, casi dos meses... Los libros, la escritura y el dibujo me ayudan a pasar el tiempo, puesto que las labores de mantenimiento del faro son mínimas: hace dos semanas, Roberto Amores, el pescador que me trae los suministros, me facilitó dos grandes latas blancas de pintura para repasar el interior de mi vivienda; y dos latas verdes de plástica para las puertas y las ventana, con lo que renové por completo el aspecto de mi “humilde morada”...
Al amanecer, terminada la guardia, me gustaba dar un paseo por las escolleras, para escuchar el sonido de las olas, y sentirme dueño y señor de aquellas tierras yermas, unos momentos efímeros que se llevaría el tiempo... pero que de momento, me pertenecían... No dejaba de ser extraño, el sentirse tan solo, el no tener a nadie con quien hablar salvo a través de la emisora de radio, o en las visitas quincenales de Roberto Amores... Supongo que estaría pensando en todas esas cosas, o en ninguna en particular, cuando en mitad de mi paseo, comprobé que estaba subiendo la niebla...
Nunca me ha gustado la niebla, esa impresión de estar perdiendo el control de mi entorno, de que nuevos límites se añaden a mi miopía, la vista ha sido siempre un problema recurrente, por eso la valoro tanto, igual que el oído... Y por eso la odio, pues me priva de ambos sentidos... Quizás por curiosidad, o por cambiar la rutina, me había acercado a la única playa accesible de toda la isla, y había bajado unos veinte metros por el serpenteante camino desde los acantilados... La niebla era tan densa en aquella zona, que no se oía ni siquiera el mar... A mi derecha se encontraban los restos de una de las pateras… Y delante de mi, las olas...
Estaba perdido en mis contemplaciones, cuando observé, por el rabillo del ojo, un movimiento al pié de las rocas, en la base de una pequeña gruta que suele tapar la marea... Al acercarme, comprobé que se trataba de una mano humana, que estaba excavando con desesperación para salir de aquél lugar... Escuché un ruido parecido detrás mío, y debajo de un montón de algas, que llevaban pegadas a la base del farallón desde la última tempestad, o quizás antes, empezó a perfilarse otra silueta... Y justo en el límite máximo de las aguas, lo que parecían unos cuantos palos se yerguen lentamente... En aquél momento, solo podía pensar que mi cerebro, sobrecargado por el cansancio y por la intensidad de la vigilia, me estaba jugando una mala pasada... Puesto que era evidente que aquellas “personas” que estaban materializándose a mi alrededor, llevaban un cierto tiempo muertas... Aunque solo fuera por los diversos estados de la descomposición, no era necesario ser un médico para darse cuenta de ello...
Y justo entonces, cuando mi única preocupación era retroceder hasta el pequeño camino del acantilado y meterme en mi casa, y en la cama... o debajo de la cama… Apareció Ella... Nunca me han gustado las películas de terror, y mucho menos las de fantasmas, pero no pude evitar establecer un paralelismo entre lo que estaba viendo, y la película “The Ring”... Estaba saliendo de la niebla una silueta, vestida de blanco, con una larga melena negra... y se desplazaba en completo silencio, sobre la superficie de las aguas, y luego, sobre un leve manto de niebla, pero de cualquier modo, sin tocar el suelo... y se iba acercando, lentamente, hacia mí... Tenía el pelo y la túnica empapadas... pero no daba muestras de tener frío... mientras que yo estaba temblando...
Con el pelo echado sobre la cara, me hacía sentir miedo, puesto que mientras se desplazaba desde la extremidad más alejada de la playa, iba señalando con el dedo en diversos lugares, menos de diez... y en todos ellos se producían los movimientos de resurrección que ya había presenciado al comienzo... Ignoro el tiempo que tardó en llegar hasta mi posición... Yo quería moverme, pero estaba petrificado... Se detuvo a menos de un metro de mí, levantó la cabeza y, mirándome desde lo más profundo de unos ojos más negros que la más oscura de las noches, pronunció una sola palabra: “Vete”... Y después, se dio la vuelta, y regresó de nuevo hacia la orilla, arrastrando a su macabro cortejo... hacia el agua...
En cuanto desapareció bajo las olas, fui capaz de moverme, y subí corriendo las escaleras, hasta llegar a mi casa, me tomé un copazo de coñac para quitarme el frío del cuerpo, y otro más para quitarme el miedo, y me escondí entre las sábanas y las mantas, cerrando previamente la puerta con llave... No he vuelto a verla... pero también es cierto que no he salido más veces a pasear en mitad de la niebla...
Unos días más tarde, cuando Roberto Amores vino a traerme las provisiones, le pregunté por ella... No pareció extrañarse... Y como si no tuviera mayor importancia, me comentó que la llamaban “la hija de la niebla”... Que su función era recuperar las almas y los cuerpos de los que habían muerto en el mar, pero que no reposaban bajo las aguas... Por eso, cada cierto tiempo regresaba de las profundidades, a recoger su cosecha de almas extraviadas... Lo malo no era encontrarse con ella y que te ordenara marcharte, como me pasó a mí... Sino que te dijera “Ven”... Porque no tendrías más remedio que seguirla hacia el mar... Y morirías lentamente...
¿Fantasía o realidad? Ni lo sé, ni me importa... Lo que tengo bien claro es que no me apetece nada encontrarme de nuevo con la “Hija de la Niebla”... Al menos, mientras esté vivo... Y siga ocupándome de este faro...
Fernando Codina (España).
Mi nombre es Francisco García Pérez, y antes de optar por este solitario trabajo, he estado dando tumbos entre una amplia gama de ocupaciones: hacer hamburguesas a la plancha en un restaurante, limpieza de casas y hospitales, dar clases a los niños, periodista, militar... y, ahora, farero, a dependiendo del Ministerio de Marina... Un buen amigo, Gerardo, me comentó que se iba a quedar una vacante para el puesto... Sin cargas familiares pesadas (sigo viviendo con mi madre), ni relaciones estables (como no contemos a mi gato Chiqui, que se ha venido conmigo...), sobre todo me atrajo la posibilidad de ganar un buen dinero... y no poder gastarlo... Nunca me ha importado la soledad, vivir a contratiempo, y le encontraba cierto romanticismo al aislamiento, con mis libros, mis cuadernos para escribir, alumbrándome gracias a la línea eléctrica que nace en la isla principal, y con un buen surtido de lápices de colores por si me apetecía dibujar las aves marinas...
Era un trabajo monótono: estar despierto y pendiente del mecanismo automatizado del faro, puesto que desde el año 2001, casi todas las operaciones se realizan mediante un ordenador central, al que se puede acceder desde la Capitanía General... Pero siempre pueden producirse fallos, materiales o humanos, y desde el naufragio del conservero “Villa Illuminata” en noviembre de 2006, en el que perecieron siete personas, se ratificó la necesidad de contratar un farero en este pequeño archipiélago, para evitar nuevas muertes... Por eso, existe la posibilidad de suplir la energía eléctrica enviada desde la isla a través de un cable submarino, por la del generador, y éste a su vez por una dinamo accionada manualmente. También existe un amplio surtido de bombillas, linternas a pilas, el enorme fanal de petróleo, con más de sesenta años de antigüedad, que todavía se encuentra en su ubicación original, y en perfectas condiciones de uso...
La torre del faro tiene más de 30 metros de altura, es de recia piedra caliza, y lleva décadas soportando el asalto de las olas, sin daños aparentes. Una escalera de caracol permite subir a la parte superior, que está formada por una estructura de hormigón y acero, en la que se han instalado los grandes ventanales de cristales anti-tormenta. En el centro de la sala, y elevado un metro y medio con respecto al suelo, se encuentra el fanal eléctrico giratorio. Una pequeña puerta, actualmente en desuso, permite acceder al camino de ronda. El conjunto está coronado por un tejadillo plano, pintado de blanco y rojo, sobre el que se alza, orgulloso, el gallo de una veleta... Junto a la base de la torre se encuentra la pequeña vivienda del farero, de dos habitaciones, una de ellas la uso como comedor/despacho, y la otra, para dormir, además de una pequeña despensa y un baño, algo anticuado pero funcional...
La vida en aquella parte de la isla es muy tranquila: las provisiones las traen desde la isla principal cada dos semanas, igual que la correspondencia, aunque esto último me parece bastante absurdo, puesto que no tengo nadie a quien escribir. No hay teléfono y, por lo tanto, tampoco internet, y quizás por ello el aislamiento se convierta en más doloroso. La única forma de comunicarse con el mundo exterior es a través de la emisora de radio, que utilizo todas las madrugadas para dar las novedades antes de acostarme. Tampoco es prudente utilizar un ordenador, puesto que el tramo submarino del tendido eléctrico genera numerosos picos en la tensión, y el riesgo de dañar el equipo es muy elevado.
Los primeros días me costaba permanecer despierto... pero al final te acostumbras, a fijar la vista en el exterior, buscando las luces de posición de un pesquero, de una patrullera, o la furtiva silueta de una patera. Rebuscando entre las pertenencias de mi predecesor Carlos Torres, que fue trasladado a la “Costa da Morte”, encuentro una pequeña maleta de cartón que no se ha querido llevar, encuentro un mapa “de mis dominios”, y un planisferio celeste, que utilizo para identificar algunas de las estrellas...
Mis “dominios” son bastante exiguos, una estrecha franja de tierra en mitad de la nada... Poco más de seiscientos metros de largo, por cien en su parte más ancha, con una única playa de arena negra, volcánica, y dos o tres pequeñas calas... Mi única compañía es un pequeño rebaño de cabras, que me proporcionan leche por las mañanas, y las gaviotas... Eso es todo... si no contamos a la extraña criatura que mora entre la niebla... y los restos de un par de pateras encalladas, que nadie se ha molestado en retirar: bastante tuvieron, según me comentó Carlos Torres, mi predecesor, con retirar los cuerpos, al pie del acantilado...
La curiosidad es mala, pero es aún peor la soledad, añorar incluso las masas de gente que tanto me incomodaban antes de venir a esta yerma extensión de roca volcánica, desde la que no he visto más que tres o cuatro pesqueros en todo el tiempo que llevo aquí, casi dos meses... Los libros, la escritura y el dibujo me ayudan a pasar el tiempo, puesto que las labores de mantenimiento del faro son mínimas: hace dos semanas, Roberto Amores, el pescador que me trae los suministros, me facilitó dos grandes latas blancas de pintura para repasar el interior de mi vivienda; y dos latas verdes de plástica para las puertas y las ventana, con lo que renové por completo el aspecto de mi “humilde morada”...
Al amanecer, terminada la guardia, me gustaba dar un paseo por las escolleras, para escuchar el sonido de las olas, y sentirme dueño y señor de aquellas tierras yermas, unos momentos efímeros que se llevaría el tiempo... pero que de momento, me pertenecían... No dejaba de ser extraño, el sentirse tan solo, el no tener a nadie con quien hablar salvo a través de la emisora de radio, o en las visitas quincenales de Roberto Amores... Supongo que estaría pensando en todas esas cosas, o en ninguna en particular, cuando en mitad de mi paseo, comprobé que estaba subiendo la niebla...
Nunca me ha gustado la niebla, esa impresión de estar perdiendo el control de mi entorno, de que nuevos límites se añaden a mi miopía, la vista ha sido siempre un problema recurrente, por eso la valoro tanto, igual que el oído... Y por eso la odio, pues me priva de ambos sentidos... Quizás por curiosidad, o por cambiar la rutina, me había acercado a la única playa accesible de toda la isla, y había bajado unos veinte metros por el serpenteante camino desde los acantilados... La niebla era tan densa en aquella zona, que no se oía ni siquiera el mar... A mi derecha se encontraban los restos de una de las pateras… Y delante de mi, las olas...
Estaba perdido en mis contemplaciones, cuando observé, por el rabillo del ojo, un movimiento al pié de las rocas, en la base de una pequeña gruta que suele tapar la marea... Al acercarme, comprobé que se trataba de una mano humana, que estaba excavando con desesperación para salir de aquél lugar... Escuché un ruido parecido detrás mío, y debajo de un montón de algas, que llevaban pegadas a la base del farallón desde la última tempestad, o quizás antes, empezó a perfilarse otra silueta... Y justo en el límite máximo de las aguas, lo que parecían unos cuantos palos se yerguen lentamente... En aquél momento, solo podía pensar que mi cerebro, sobrecargado por el cansancio y por la intensidad de la vigilia, me estaba jugando una mala pasada... Puesto que era evidente que aquellas “personas” que estaban materializándose a mi alrededor, llevaban un cierto tiempo muertas... Aunque solo fuera por los diversos estados de la descomposición, no era necesario ser un médico para darse cuenta de ello...
Y justo entonces, cuando mi única preocupación era retroceder hasta el pequeño camino del acantilado y meterme en mi casa, y en la cama... o debajo de la cama… Apareció Ella... Nunca me han gustado las películas de terror, y mucho menos las de fantasmas, pero no pude evitar establecer un paralelismo entre lo que estaba viendo, y la película “The Ring”... Estaba saliendo de la niebla una silueta, vestida de blanco, con una larga melena negra... y se desplazaba en completo silencio, sobre la superficie de las aguas, y luego, sobre un leve manto de niebla, pero de cualquier modo, sin tocar el suelo... y se iba acercando, lentamente, hacia mí... Tenía el pelo y la túnica empapadas... pero no daba muestras de tener frío... mientras que yo estaba temblando...
Con el pelo echado sobre la cara, me hacía sentir miedo, puesto que mientras se desplazaba desde la extremidad más alejada de la playa, iba señalando con el dedo en diversos lugares, menos de diez... y en todos ellos se producían los movimientos de resurrección que ya había presenciado al comienzo... Ignoro el tiempo que tardó en llegar hasta mi posición... Yo quería moverme, pero estaba petrificado... Se detuvo a menos de un metro de mí, levantó la cabeza y, mirándome desde lo más profundo de unos ojos más negros que la más oscura de las noches, pronunció una sola palabra: “Vete”... Y después, se dio la vuelta, y regresó de nuevo hacia la orilla, arrastrando a su macabro cortejo... hacia el agua...
En cuanto desapareció bajo las olas, fui capaz de moverme, y subí corriendo las escaleras, hasta llegar a mi casa, me tomé un copazo de coñac para quitarme el frío del cuerpo, y otro más para quitarme el miedo, y me escondí entre las sábanas y las mantas, cerrando previamente la puerta con llave... No he vuelto a verla... pero también es cierto que no he salido más veces a pasear en mitad de la niebla...
Unos días más tarde, cuando Roberto Amores vino a traerme las provisiones, le pregunté por ella... No pareció extrañarse... Y como si no tuviera mayor importancia, me comentó que la llamaban “la hija de la niebla”... Que su función era recuperar las almas y los cuerpos de los que habían muerto en el mar, pero que no reposaban bajo las aguas... Por eso, cada cierto tiempo regresaba de las profundidades, a recoger su cosecha de almas extraviadas... Lo malo no era encontrarse con ella y que te ordenara marcharte, como me pasó a mí... Sino que te dijera “Ven”... Porque no tendrías más remedio que seguirla hacia el mar... Y morirías lentamente...
¿Fantasía o realidad? Ni lo sé, ni me importa... Lo que tengo bien claro es que no me apetece nada encontrarme de nuevo con la “Hija de la Niebla”... Al menos, mientras esté vivo... Y siga ocupándome de este faro...
Fernando Codina (España).
EL DESDICHADO
No tenemos sino este planeta
hermoso y triste.
No tenemos sino este corazón
que recorre un fantasma a veces transparente,
otras veces siniestro. Y esta punzada de la música.
Y este sorbo de vino soñador.
No tenemos sino este pan terrestre,
Infernal o celeste de amar y de esperar
o morir…
Yo no tenía sino una campana
que llama y llama ahora para nadie
y la llave que habría aquella hermosa puerta
que ya no existe.
No tenemos sino eso: es decir, nada.
Mejor dicho: no tengo nada. Y punto.
Si tocas las palabras anteriores
te quedará la mano ensangrentada.
Eduardo Carranza.
Por : Luís Cortés.
hermoso y triste.
No tenemos sino este corazón
que recorre un fantasma a veces transparente,
otras veces siniestro. Y esta punzada de la música.
Y este sorbo de vino soñador.
No tenemos sino este pan terrestre,
Infernal o celeste de amar y de esperar
o morir…
Yo no tenía sino una campana
que llama y llama ahora para nadie
y la llave que habría aquella hermosa puerta
que ya no existe.
No tenemos sino eso: es decir, nada.
Mejor dicho: no tengo nada. Y punto.
Si tocas las palabras anteriores
te quedará la mano ensangrentada.
Eduardo Carranza.
Por : Luís Cortés.
EL INSOMNE
A Alberto Warnier
A alguien oí subir por la escalera.
Eran – altas- las tres de la mañana.
Callaban el roció y la campana.
…Sólo el tenue crujir de la madera.
No eran mis hijos. Mi hija no era.
Ni el son del tiempo en mi cabeza cana.
Tampoco el paso que mi sangre espera…
(Deliraba de estrellas la ventana).
Sonó un reloj en la desierta casa;
Alguien dijo mi nombre y apellido
Nombrado me sentí por vez primera.
No es de ángel o amigo lo que pasa
en esa voz de acento conocido…
…A alguien sentí subir por la escalera.
Eduardo Carranza.
Por: Luís Cortés.
A alguien oí subir por la escalera.
Eran – altas- las tres de la mañana.
Callaban el roció y la campana.
…Sólo el tenue crujir de la madera.
No eran mis hijos. Mi hija no era.
Ni el son del tiempo en mi cabeza cana.
Tampoco el paso que mi sangre espera…
(Deliraba de estrellas la ventana).
Sonó un reloj en la desierta casa;
Alguien dijo mi nombre y apellido
Nombrado me sentí por vez primera.
No es de ángel o amigo lo que pasa
en esa voz de acento conocido…
…A alguien sentí subir por la escalera.
Eduardo Carranza.
Por: Luís Cortés.
Ladrón de sábado
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: “¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?” Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Gabriel García Márquez.
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: “¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?” Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Gabriel García Márquez.